Ciudades

Los botellones esquivan las normas y sobreviven en las calles y los pisos

Las grandes concentraciones de jóvenes han dado paso a grupos más reducidos y dispersos y beben en sitios más aislados que años atrás ▶Las ciudades gallegas adoptaron soluciones dispares: Pontevedra un recinto y Compostela lo prohibió, pero ahora lo sufren los vecinos
Un botellón en la Alameda de Santiago, antes de su prohibición
photo_camera Un botellón en la Alameda de Santiago, antes de su prohibición

No por camuflarse han desaparecido. Los macrobotellones que a principios de siglo asolaban las urbes gallegas han pasado a mejor vida, lo que no quiere decir que los jóvenes hayan aparcado los vasos. Simplemente la presión policial los ha abocado a apoyarlos en otros puntos de la ciudad, disolverse en grupos más reducidos y, en casos como el de Santiago -donde beber en la calle está prohibido taxativamente-, a servirse las copas en sus propios pisos.

El botellón tuvo su auge entre finales de los 90 y de la primera década del siglo, cuando muchos jóvenes optaron por esta forma de ocio en respuesta a la subida del precio de las consumiciones en los locales -especialmente con la llegada del euro- y a la inclinación de algunos hosteleros a servir el denominado garrafón. Movidos por estos factores, miles de ellos tomaban, armados con vasos y botellas, algunos de los jardines y plazas más emblemáticas de las ciudades gallegas cada fin de semana, las vísperas de festivos y, a veces, también miércoles y jueves.

Los orígenes del botellón
Nació a finales de los 90 en respuesta a los altos precios en los bares y el garrafón. Pero pronto desembocó en altercados y comas etílicos

La muralla de Lugo, la Alameda de Santiago, el casco histórico de Pontevedra, la plaza de A Estrela en Vigo o la del Humor en A Coruña se convertían en auténticos campos de botellas en los que cada joven podía beber a su antojo, sin ningún tipo de control. Nadie les pedía el DNI, equilibraban a su gusto los combinados -que a menudo perdían esta denominación al estar colmados de bebida alcohólica- y no había nadie que dejase de servírselos cuando ya estaban demasiado ebrios o que les reprendiese si sus comportamientos no eran los más cívicos.

La barra libre al botellón duró aproximadamente unos diez años, hasta que el cóctel de ruidos, residuos y altercados agotó la paciencia de los vecinos y llevó a los concellos a actuar, ante la ausencia de una ley estatal o autonómica que lo regule. Eso sí, con medidas diferentes entre sí.

Mientras en la ciudad del Lérez apostaron por soluciones conciliadoras y en 2008 habilitaron un espacio vigilado al lado del recinto ferial para que los jóvenes bebiesen, en la capital gallega entraba en vigor, por las mismas fechas, una ordenanza que multaba con 700 euros a quien consumiese bebidas espirituosas en la vía pública -600 en caso de tratarse de un menor- y que fue aplicada a rajatabla hasta que no quedó ni rastro del botellón en las calles. El problema es que la masa estudiantil se resistió a abandonar este hábito y lo trasladó a sus pisos, para disgusto de los vecinos.

La capital gallega fue la única que apostó decididamente por erradicar el botellón, a golpe de severas medidas punitivas que contrastan con la tibieza de las aplicadas en el resto de urbes. Al margen de Pontevedra, que inauguró el mencionado botellódromo -única iniciativa de esta índole en Galicia-, Lugo, Vigo y A Coruña optaron, también entre los años 2007 y 2008, por desalojar las zonas donde se organizaban macrobotellones. No era concebible que un patrimonio como la muralla amaneciese convertido en basurero, y otro tanto sucedía con las plaza de A Estrela y del Humor.

Declive
Los vecinos protestaron y los concellos acotaron las conglomeraciones de jóvenes. La sangría demográfica y el Plan Bolonia hicieron el resto

Las policías locales ahuyentaron a los jóvenes de esos espacios, a los que se denominó protegidos, pero, como ocurrió en Santiago, no pusieron fin al botellón. En Lugo se trasladó al parque de Rosalía de Castro y, más recientemente, al atrio de la catedral -declarada bien mundial por la Unesco-, en Vigo al Casco Vello y a la plaza de Compostela y en A Coruña a los céntricos jardines de Méndez Núñez, además de la tradicional celebración de San Juan en las playas de Riazor y Orzán.

La situación poco ha variado desde principios de siglo en Ferrol y Ourense, donde los botellones tampoco suponen grandes preocupaciones. En la ciudad de As Burgas los jóvenes se emplazan desde hace años en la Alameda y apenas causan molestias a los vecinos, mientras que en la urbe naval se concentran en el entorno de Cantón de Molíns.

MENOS Y MÁS DISPERSOS. Atrás quedaron las grandes aglomeraciones de jóvenes que, botella en mano, acudían a lo que más que reuniones eran acontecimientos sociales. Tanto los días como los espacios en los que se celebraban estaban predefinidos en cada ciudad y, cuando se trataba de un botellón que se salía del circuito habitual, los participantes no dudaban en difundir el evento a través de los ahora vetustos SMS.

La época dorada de los macrobotellones tocó su fin en los últimos años de la primera década de los 2000. Las citadas medidas municipales surtieron efecto y los grupos de jóvenes se dispersaron en otras zonas de las ciudades y en novedosos locales que, aprovechando estas restricciones, idearon una fórmula basada en cobrar a los clientes una entrada -que generalmente oscilaba entre los 3 y 5 euros- a cambio de cederles vasos, hielos y el espacio. Ellos solo debían llevar las bebidas para organizar botellones que, aquí sí, estaban controlados por personal de estos establecimientos, algunos de los cuales aún persisten.

CRISIS DEMOGRÁFICA. Pero no sería correcto atribuir el descenso de este fenómeno juvenil únicamente a la acción de los ayuntamientos. La crisis demográfica que azota a la comunidad tiene su parte de culpa, y es un hecho que a día de hoy son menos los gallegos de entre 15 y 25 años que hace una década. Normalmente los que superan esta franja de edad ya han cambiado los vasos de plástico a la intemperie por los de cristal al resguardo de bares y pubs.

Y fruto de la crisis poblacional también se deja notar, y mucho, el descenso de universitarios, el colectivo que popularizó esta forma de ocio. Basta echar mano de los datos del Ministerio de Educación para constatar que el número de alumnos de la USC -repartidos en los campus de Santiago y Lugo- se ha reducido casi una tercera parte en la última década. En 2003, en pleno apogeo del botellón, eran 34.868, por los 24.491 en el año 2013. Y a mayores, la implantación del Plan Bolonia en 2010 ha supuesto que la asistencia a clase sea obligatoria, por lo que los botellones universitarios entre semana están prácticamente extinguidos.

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