Aeropuerto Suárez

Durante unos años, puede que un par de décadas, el aeropuerto de Barajas llevará el nombre de Adolfo Suárez. Luego, siguiendo el inevitable proceso natural, será Adolfo Suárez el que lleve nombre de aeropuerto. Le pasará como a Sagasta, que presidió el Gobierno en siete ocasiones entre 1871 y 1902. Usted busca en Internet “Práxedes Mateo Sagasta”, que era como se llamaba el buen hombre, y le salen 30.600 entradas. Pero si teclea “calle Sagasta” las referencias llegan a 164.000. Y si eleva la búsqueda a avenidas, parques y plazas ya ni le cuento. El paso del tiempo y el olvido consecuente han transformado a Sagasta en una dirección postal. 
Anteriormente, cuando se pretendía perpetuar a alguien destacable, se le representaba de tal manera que quedaran claras tres cosas: su nombre, el aspecto físico con el que había de ser recordado, y el hecho más significativo que hubiera protagonizado. Así, cualquiera que vea un crucifijo, sabrá al instante que hubo un hombre más bien joven y musculoso llamado Jesús al que clavaron en una cruz y que ese hecho fue significativo, pues su figura se encuentra por todas partes, incluso en el despacho de Ruiz Gallardón con toda probabilidad. Por eso no es necesario ponerle a un estadio el nombre de Jesús de Nazaret. Tampoco hacen ninguna falta, aunque las haya, una calle Cervantes o una calle Goya, porque a ellos no los recordamos por tener su nombre en una placa sino por haber producido una obra duradera. 
Finalmente los pueblos inmortalizan a quien les da la gana y son ellos quienes deciden a largo plazo quién merece un lugar permanente en la memoria colectiva y quién va desapareciendo de ella. Eso nunca dependerá del nombre de un aeropuerto. El recuerdo nunca surge de la precipitación ante una muerte: se gana con el tiempo o no se gana. 
Es de temer que dentro de cincuenta años haya más gente recordando a Lola Flores que a Suárez, como hay una mayoría que sabe quién fue Manolete e ignora a Sagasta. Uno hará escala en Madrid sin saber si Adolfo Suárez era un Nobel de Literatura, el inventor del batiscafo o el conquistador de Guatemala. No será más que un aeropuerto, como el Elefterios Venizelos de Atenas. No digo yo con esto que Suárez no merezca todo tipo de honores y reconocimientos. Los merece, aunque sus méritos no sean tantos como se le atribuyen estos días. Los que tenemos cierta edad sabemos que la democracia no llegó realmente hasta 1983 y la trajeron Las Vulpes, que nunca serán debidamente recompensadas. Al menos Suárez recibió algunos homenajes en vida, incluso un ducado, aunque también es verdad que los títulos nobiliarios están devaluados en España desde que a un señor lo hicieron conde de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste, Sociedad Anónima (Fenosa). 
Cuando Las Vulpes trajeron la democracia, Suárez llevaba dos años fuera del poder y ya nadie volvió a acordarse de él más que para algún aniversario de la Constitución o de lo de Tejero. Y así fue hasta dos días antes de su muerte, cuando su hijo se nos apareció anunciándonos el desenlace con una anticipación tan salvaje como innecesaria. 
Ahora, desde hace una semana, todos necesitamos tener una calle Adolfo Suárez, unos jardines Adolfo Suárez, un parque Adolfo Suárez o un aeropuerto Adolfo Suárez, y lo deseamos con la misma desmesura con la que una adolescente necesita un póster de One Direction. Digo yo que los que quieren honrar a Adolfo Suárez podrían empezar por no convertirlo en una marca de moda, pues es sabido que las modas son de naturaleza evanescente. Y no es conveniente tampoco utilizar la proximidad de la pérdida para obtener rentabilidades a corto plazo, igualmente pasajeras. Si hace dos o tres semanas alguien hubiera propuesto poner a un aeropuerto el nombre de Paco de Lucía nadie se hubiera negado. Afortunadamente nadie lo hizo, lo que permitirá que a Paco de Lucía se le conozca o se le olvide por su talento como guitarrista y no por el retraso en la salida de un vuelo. Los nombres de calles o de polideportivos hay que elegirlos entre gente que lleve al menos treinta años muerta, tiempo suficiente para comprobar si el difunto lo sigue mereciendo, porque en el mismo día de la muerte todo el mundo lo merece. Hay que tener cuidado con estas cosas: cuando murió Copito de Nieve hubo quien propuso ponerle su nombre a una plaza. Y es que ante la muerte de un ser respetado, sea éste un gobernante, una folclórica, un gorila albino o nuestro primo de Valladolid, existe siempre una tendencia a la exageración y una promesa de nunca caer en el olvido. Pero puede olvidarse y al final sólo queda un nombre de aeropuerto.

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