La primera vez que me fijé en el Sr. Lores fue en el año 2002: yo salía aplanado de un supermercado al que había ido a comprar con urgencia algo potentemente calórico para apaciguar mi desazón. Él justamente entraba y nuestros cuerpos se toparon el uno frente al otro. Le miré muy establemente a los ojos, como rebuscando algo que no se puede llegar a apreciar a simple vista. Él me miró con cierta sorpresa y enseguida me regaló un “hola” templado, comedido, ciertamente hermético. Me emocioné como una quinceañera asmática en un concierto de Justin Bieber, aunque no suspiré. El resto del día no pude probar bocado del “Surtido Cuétara”: él, iniciado alcalde de Pontevedra, con una sola palabra había hecho desaparecer mi malestar, mis ansias irrefrenables de jalar galletas. Doy fe de que por aquel tiempo yo aún era más tarugo que ahora (por increíble que parezca). Me encandilaba la fama que ostentan ciertos personajes de esta ciudad, tanto sean políticos, poetas andrajosos o simples bebedores de cerveza importada. Después, con el paso de los años y el ajuste horario, Lores se consolidó en lo suyo y yo seguí engullendo galletas. Esto no significa que durante este tiempo no me haya continuado topando con él y que no sea consciente de que la primera mirada es la que en verdad cuenta (yo y Lores, Lores y yo: dos corazones en un mismo Concello). Sin temor le observo una y otra vez, en cualquier esquina empedrada, cerca o lejos del Museo, en presentaciones de libros o exposiciones en las que, como norma de un protocolo no escrito, se engullen pinchos de tortilla en menos de 3,5 segundos. Y él que me mira cuando yo le miro, atónito, acaso pensando qué tipo de patología es la que yo sufro y, cómo no, siempre me acaba saludando con una realzada educación. Debo decir que en ocasiones la pinza se me llega a ir en demasía; así es que reconozco haber ansiado abrazarle para lograr farfullarle al oído: “é inapelábel, Sr. alcalde, o noso querer é inapelábel”. Sé que esto jamás llegará a pasar, que mi sentir se irá transformando en una mudez alargada hacia el desinterés de la emoción más recóndita; será como un apego juvenil que no se atreve a manifestar lo que profesa por un hombre que, con carraspera y camisa partida, se ha ido consolidando en la savia de sus convecinos. Lores le dice al Sr. Moreira: “Deixe de tocar as narices”, y algo se agita en mi interior; mira a “los díscolos” con gustosa complacencia, inaugura un “puente casi flotante”, y el estómago se me encrespa... ¿Será amor, apetencia o enajenación? En mi caso concreto, casi siempre es lo último. Y es que lo que silenciamos por motivos de vergüenza nos carcome las entrañas, incluso hace que los esfínteres se descontrolen sin miedo a mancillar conciencias. Ahora el Sr. Lores –al parecer- vive su mejor momento político. Se rumorea que no tiene oposición que le sople maldiciones en la oreja. No sé, yo en eso no me meto porque ayer decidí declararme vegano y escéptico. Yo, por ventura, meramente evoco aquella tarde del año 2002 en la que un alcalde-médico saludó a un chaval con angustia huérfana de grasas saturadas. Aquellos eran tiempos de Lores, y hoy, después de una década, aún los siguen siendo.
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