Aquellos días se fueron a la mierda

EXISTIÓ UN TIEMPO VERDE y radiante en que los escritores solo sabían escribir, y a veces ni eso, y el mundo entero los admiraba. Ellos no necesitaban nada más que escribir para triunfar. Ni siquiera debían esforzarse en ser honestos o simpáticos, o ayudar a viejecitas desvalidas a cruzar la calle. «No sabe actuar, no sabe hablar, ¡pero es impresionante!», decía Louis B. Mayer, magnate de la Metro Goldwyn Mayer, de la gran Ava Gardner. Escribir lo era todo en aquellos días. En cierto sentido, los otros órdenes de la vida, menguantes, no existían. Tú solo debías preocuparte por escribir, y en las demás facetas, como encender el calentador, arreglar una persiana o cenar cordero asado, cultivar la ignorancia. Onetti lo dice con una frase simple, casi indigente, pero perfecta, refiriéndose a Junta Larssen en ‘El astillero’: «Sabía pocas cosas, y rechazaba muequeando a las que lo rondaban queriendo ser sabidas».

En casos excepcionales, el escritor también sabía beber hasta caer en la cama, no necesariamente en la suya, sin conocimiento. Y no digamos fumar. El tabaco era esa clase de hipnótico vicio que proporcionaba tersura y carácter a las frases. El cigarro equivalía a un sustantivo adjetivado, con exactitud, libre de pretensiones. «Ten, toma un puro. ¡Enciéndelo y sé alguien!», recomienda a un amigo uno de los personajes de ‘El blues de Pete Kelly’. Estas eran toda la clase de distracciones que se permitía antes un autor. No había que pedirle nada más. Ni siquiera que supiese hablar o respetase la ley. Es más, de ser necesario, lo arrojaba todo por la borda, moral incluida.

Y quién dice un escritor dice un artista cualquiera. Pienso en Frank Sinatra, que se limitaba a actuar, y al acabar bebía y fumaba. A veces bebía antes y durante su actuación. No estaba solo. Es célebre el rodaje de ‘No serás un extraño’, que reunió a Sinatra, a Mitchum y a Broderick Crawford. El primer día llegan unos tipos con unas cajas de Courvoisier y preguntan: «¿El camerino de Mitchum?». Se van y vuelven con unas cajas de vodka: «¿Camerino de Crawford?». En cuestión de minutos reaparecen con unas cajas de Jack Daniel’s: «¿Camerino de Sinatra?». Marcos Ordóñez detalla en ‘Big Time: la gran vida de Perico Vidal’, por boca del propio Vidal, cómo a Sinatra los estudios de Hollywood, por contrato, no podían convocarlo a rodar antes de las doce. Eso le proporciona margen para adecentar sus resacas, y de paso revisar la lista de las chicas que lo habían llamado, y organizar las citas de las noches siguientes.

Pero esos tiempos se fueron a la mierda. No quedan en pie más que unos pocos escombros y algunos gritos. De pronto, un escritor que se limita a escribir es un individuo grisáceo que aún no ha descubierto que ser novelista consiste en ser un montón de cosas fascinantes, que, obviamente, no incluyen ser novelista. Es importante poseer una cosmovisión de la vida. Tal vez nadie te pregunte por los fantasmas que azuzan a tus personajes, o por la estructura de la obra, pero seguro que querrán saber qué opinas del gobierno, o del ocaso de Obama, o de la corrupción, así que deberás tener una respuesta. Ya aprenderás otro día a escribir. Nadie lo va a notar. ¿O alguien recuerda que Fran Lebowitz lleva ya treinta años sin acabar un libro que nos había prometido? Nadie. Y sin embargo, es una escritora en alza. No escribe, pero esa incapacidad suya para servir un buen libro, o un libro a secas, a su editor, hace tiempo que se volvió un logro. Es una tertuliana de éxito, ingeniosa, ágil, de enormes reflejos. Tiene opinión sobre cualquier cosa. Posee, digamos, una cosmovisión.

Hay casos más graves que el de Lebowitz, que al fin y al cabo comparte con los autores de antes la afición a beber. Tenemos a todos esos escritores que corren cada mañana 10 kilómetros, o escalan, o comen alcachofas, o simplemente rechazan una buena copa cuando llega el momento. Hacen miles cosas al día, incluyendo madrugar. También escriben, pero, una vez que sabes que el alcohol les hace daño, ¿dirías que son de fiar? Si acudimos a ‘El halcón maltes’, que es un viejo manual para sobrevivir en el mundo real, descubriremos que no. En el encuentro que mantienen Sam Spade y Mr. Gutman en el hotel Alexandria, suite 12-C, hay un momento en el que el detective permanece sentado en un sillón verde, y en silencio, mientras Gutman llena dos vasos con whisky y sifón. Spade es un detective de los de antes, en el sentido que digo que hubo para los escritores un tiempo más próspero, radiante y verde. Cuando Gutman se vuelve y le ofrece de beber a Spade, dice: «Yo desconfío de un hombre que dice ‘basta’ cuando le están sirviendo de beber. Pues si ha de tener cuidado de no beber demasiado, esto indica que no es de fiar cuando lo hace».

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