"Aquí tuteamos a todo cristo"

A Ramón Barreiro, el joven que apareció esta semana enterrado en una fosa de Curro junto a Castor Cordal, asesinados los dos en 1936, le cortaron el dedo después de muerto para quitarle un anillo de oro. Estaba huido desde el golpe de estado franquista, y fue delatado por un cuñado de su padre, que no tuvo reparo en abrigar a su recién nacido con la cazadora que llevaba Ramón el día que lo detuvieron, y ponerse en su dedo el anillo que le habían sacado. A la madre de Ramón la violaron y la dejaron calva y ciega con ácido, y al padre cojo de una paliza en el cuartel de la Guardia Civil. El cuñado que delató al chaval murió poco tiempo después atravesado por la cinta de cortar madera de un aserradero: «cacho para un lado e cacho para outro», recuerda Elena, sobrina del ‘paseado’. A Barreiro, natural de Sisán (Ribadumia), le marcaron sus artículos y su familia de tradición republicana. Así lo entendieron sus asesinos. Hasta el cura de Padrenda (Meaño) participó en la matanza. Años después, el sacerdote acudió al padre del asesinado, ebanista, a encargarle una cruz: «Fágocha para ver se un día te crucifican nela», le contestó el hombre.

Si ese dedo le fuese amputado en vida, Ramón Barreiro tendría muchas dificultades para seguir trabajando en La Hora, el semanario en el que publicaba poemas y caricaturas. Fue una gaceta del partido socialista que se imprimía en la imprenta La Popular (Charino, 7), propiedad de Ramiro Paz Carbajal, fusilado junto a otras once personas el 12 de noviembre de 1936. Entre esas personas, Germán Adrio y José Adrio, tío y hermano de Gonzalo Adrio, abogado pontevedrés de 90 años y testigo extraordinario de los sucesos peores de España en el siglo XX, autor de ‘Sin odio, sin rencor, pero el recuerdo vivo’, unas memorias que constituyen todo un tratado sobre el perdón y la dignidad del hombre.

«Ya en 1934 tuvo que dimitir Sarmiento de la dirección del periódico: adujo cansancio y la persecución continua del semanario», dice. Las reuniones del PSOE decidieron que Paz Carbajal fuese el primer corresponsal administativo, pero fue sustituido precisamente por Germán Adrio meses después. «El 3 de agosto del 36, tras las sublevación militar, el juez instructor militar se incautó de La Hora, que ya se había dejado de publicar el 20 de julio», dice Adrio. «Esos dos muchachos que aparecieron en Barro…», dice el abogado antes de despedirse, «no fueron fusilados». «Todos fueron asesinados. Pero a los fusilados se les hacía juicio, aunque fuese una farsa, y se llevaban los cuerpos al cementerio de San Mauro. A los ‘paseados’ se les cogía en casa o en donde fuera, se les alejaba un poco y se les pegaba unos tiros en las cunetas. A veces se llevaban los cuerpos al muro del cementerio, otras veces se les enterraba allí mismo».  «Fue una tragedia completa», se le escapa ya de carrerilla para recordar el destino de Alberto Martínez Tíscar, un concejal monárquico acusado de prestar ayuda en las elecciones anteriores a la izquierda. Le pegaron unos tiros, lo llevaron en lancha por la Ría y lo tiraron al mar: apareció cuarenta días después en la costa de Bueu. Tras su desaparición, la familia obligó a sus hijos a ir al bachillerato al día siguiente vestidos de falangistas. Gonzalo Adrio estaba en su clase y los vio llegar de esa guisa. Con los años, uno de ellos hizo carrera en el Ejército y llegó a general en la dictadura.

«Cada uno, un espía»

Ramón Barreiro trabajaba en un periódico que ejemplificaba el clima de aquellos años, principios de los treinta. La Hora era ácido, irreverente y con un humor cáustico. También ferozmente republicano. Los números que se conservan los cedió la familia Paz al Museo de Pontevedra. Allí se guarda el primer ejemplar, del 16 de mayo de 1931, en el que se advierte: «La República debe tener en cada ciudadano un espía, un centinela, un agente resuelto y decidido a defenderla a todo trance». En el diario abundaban los seudónimos (Fulano de Tal, Yopino, Benipo, Clarito, Junios) y de vez en cuando se asomaban firmas como Manuel Pedreira o Herminio Barreiro. «Con toda modestia, pero con toda firmeza, La Hora levanta esta bandera en Pontevedra y quiere que sus columnas sean trincheras y baluarte, tribuna cívica, acicate y estímulo».

Constaba de cuatro páginas tamaño sábana, y como muchas publicaciones de la época, guardaba una sección para pullas. En La Hora se llamaba Batifondo (barullo), y había para todos con un mandamiento principal: «Aquí tuteamos a todo cristo. Por algo somos todos iguales ante la Ley». Alfonso de Borbón era en La Hora un «célebre estafador», Alexandre Bóveda «un candidato a primer ministro de ‘Facenda galega’ enemigo del actual régimen aunque sigue viviendo de él. Y es que no puede olvidar los tres sueldos de la Diputación», a Victor Lis (de Renovación Española) lo tenían literalmente ‘quemado’ y ante su deseo de llegar al poder se le escribía: «Iluso, iluso» (luego Lis sería uno de los principales matarifes franquistas en Pontevedra; responsable, entre tantas, de la muerte de Martínez Tíscar), y hasta los republicanos no se libraban: «A esos republicanos autonomistas que atienden por De la Sota, Hevia, Riestra y demás fauna, les llegó La Hora».

«La imprenta de Ramiro Paz había sido antiguamente Estrella Roja, Nueva Estrella, allá por el año 17, porque Paz era un editor impenitente. Yo cuando fui a esa imprenta, ¡las cajas aún conservaban la sombra de Aurora Roja! Al quitarles las letras, había quedado la sombra en la madera», dice el historiador Xosé Fortes, que recuerda que La Hora fue un periódico «de partido». Había en él un artículo o dos de firmas nacionales, como Margarita Nelken, y luego noticias del ámbito local. «Se repartía entre los militantes y agrupaciones locales, y también salía a la venta». Fortes recuerda que en su última etapa, cuando Bóveda no consiguió editar A Nosa Terra en Santiago, el semanario nacionalista se imprimió también en La Popular.

En los ejemplares de La Hora que guarda el Museo se encuentran publicidades de Savoy o Vázquez Lescaille (que vendía una radio «en pequeño construida en ricas maderas»). Fue un periódico en el que Lustre Rivas escribió un artículo en el que reclama de la República que organice la fiesta del niño. «Debe dar a todos los niños juguetes en la fecha en que antes se les mentía que les daban los magos. Debe darlos de cara y a plena luz del día. Y entregarlos a los pequeñuelos pobres diciéndoles que es la República quien les hace la ofrenda».

Acogía desde artículos densos hasta sueltos, y recuperaba intervenciones en el Parlamento. Sus páginas, ya desde el primer número, tuvieron un cierto carácter vitriólico: «En las primeras horas del día 14 ha ocurrido un hecho que demuestra hasta qué extremo llegan los elementos reaccionarios (…) Por la carretera de Santiago y en tranquilo viaje de excursión, en alegre camaradería…», así empieza el diario el relato de un viaje de socialistas asaltado por «violentos nacionales», que les acabaron rompiendo los cristales del coche. La mayoría de aquellos escritores, dibujantes y comentaristas corrieron un destino cruel. Ramiro Paz y Ramón Barreiro, por ejemplo, fueron asesinados.

«¡Non matedes ao meu fillo!»

El martes, con el cadáver de Ramón Barreiro, también fue encontrado Castor Cordal. Presente en la exhumación estuvo su hermana Josefina Cordal: «Meu irmanciño, por que te mataron?». El corresponsal del Diario relata que nada más llegar al lugar, ella señaló a uno de los esqueletos y sentenció: «O meu irmanciño é ese de aí, estou segura. Tiña a cabeza pequena e ben feita».

A Castor lo llevaron con 29 años a casa de sus padres esposado y rodeado de falangistas. «Venimos a enseñároslo», dijeron. «¡Non matedes ao meu fillo!», gritó la madre. Dos de sus hermanas tuvieron que bailar desnudas la muiñeira mientras la otra tocaba la pandereta. Castor se despidió de su familia y al poco lo ejecutaron

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