Asfalto y rosas

Asfalto y rosas cabecean en las explanadas de mis futuros espejismos. La primavera suele presentarse pisando fuerte, taconeando alergias, como si de una enajenación catarral se tratase. Se presenta sabiendo que pronto se irá y requiriendo un poquito más de caridad entre los seres humanos que ya no la disfrutan como antaño, cuando los rapsodas sin subvenciones estatales la esperaban con pluma en mano, perpetuándola gracias a elegías elevadas hacia las emociones elementales, esas emociones que le dan sentido al racional sinsentido material. Actualmente, en esta época de cabellos endurecidos a causa de la crisis y la gomina made in China, casi todo puede encerrarse dentro de una estación: lluvia, sol, cierzo embrutecido, seísmos, alucinaciones sobre el fin del mundo… La primavera se muestra y el asfalto se curte golpe a golpe, se fortifica a consecuencia de los zapatones individualistas, de los bailes imaginarios con que nos deleitan las minifaldas, o con los coches que vienen y van rumbo hacia ninguna parte, dejando a su paso el tufo penetrante y maloliente que asesina los pulmones de cualquier clase social. Decía Antonio Gala que en una rosa caben todas las primaveras. Las rosas, al igual que los hombres, también están un tanto embrutecidas, inclusive, nos las podemos encontrar como rosas calcinadas por falta de romanticismo (esa cosa que va sucumbiendo paulatinamente, como una armónica de cera arrinconada en medio del más atroz de los desiertos, va sucumbiendo porque lo sensible no vende, no está de moda y tampoco se compra). Asfalto y rosas sobrevuelan las cabezas de los vivos que están definitivamente muertos. Fallecidos en vida porque –al parecer- poco o nada tiene sentido de ser, estar o permanecer en pie. Ya no es que Dios haya muerto, que aseveraba el filósofo, no es eso, ahora nos aseguran con grandes pancartas que todo es nada, que nada es todo y, por consiguiente, lo que nos rodea es totalmente relativo o tal vez no sea, no exista. Así pues, tanto da el asfalto como la primavera («tanto monta cortar como desatar»). Un vaso no es un vaso –aseguran los relativistas-, un poema es una cosa cursi de ver, de oír y leer. Aún así sobreviven las artimañas alborotadoras que desquician a la ciudadanía. Y la esperanza continúa resistiendo al paso de las modas que friccionan al hombre, modas que han surgido para controlarnos a todos, para hacernos ganados idénticos y así, gradualmente, ir acabando con el pensamiento individual de cada persona, ir desechando el acontecimiento de abrir una ventana y observar la combinación lúcida de una rosa que se opone a perecer a causa del alquitrán.

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