Ausencias

«Con su otoño Velázquez, con su Torre Picasso, su santo y su torero, su Atleti, su Borbón, sus gordas de Botero, sus hoteles de paso, Su taleguito de hash, sus abuelitos al sol. 
Con su hoguera de nieve, su verbena y su duelo, su dieciocho de julio, su catorce de abril. A mitad de camino entre el infierno y el cielo… yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid.» (‘Yo me bajo en Atocha’. Joaquín Sabina)
 

Madrid se baja en Lisboa como aquellos ‘Pájaros de Portugal’ que, en otra canción inolvidable, hizo volar Joaquín Sabina. Ellos tampoco conocen el mar, pero hasta allí se van a descubrir la brisa marina, el aroma salado con el que el Atlético de Madrid pretende matar a su padre, para dejar de ser ‘el pupas’, enterrando definitivamente aquella final ante el Bayern con un Luis Aragonés que veía como le salían los dientes al malditismo colchonero; mientras, el Real Madrid intentará salir de la espesura generada por la selva de su autogloria en la búsqueda, ya casi patológica, de Eldorado en forma de Décima. 
Una final de Champions entre dos equipos peninsulares alcanza en Lisboa el símbolo soñado por el mismísimo Saramago para cantar, como las sirenas sobre las rocas, el deseo de esa Iberia que nos haría tan bien a todos. Un balcón colgado del Atlántico cargado secularmente de lloros y saudades, de ausencias cantadas a través de fados en cafés de barrios y de poesías repletas de derrotas y victorias. «¿Qué importa a aquel a quien ya nada importa/que uno pierda, otro venza,/si ha de amanecer siempre» dice Fernando Pessoa encerrado en una oficina de esa espléndida capital permanentemente instalada en una decadencia inmarchitable que la convierte en belleza eterna. 
Lisboa es la ausencia, la de los marinos que se lanzaron al océano para no volver mientras las mujeres de negro teñían de amargura sus calles, pero también la de los emigrantes que no dejaron de pensar en ella como una patria varada a la que ya nunca se podría retornar. Y es que hasta en esta cita de fútbol y estrellas la capital lusa es la de las ausencias, una por bando, pero las dos gigantes, como corresponde a un partido de estas dimensiones. Ni toda la placenta de caballo (digo yo que será de yegua) del mundo podría hacer que Diego Costa participe en condiciones en este partido, y de salir al terreno de juego no será él. Si lo hace solo será el asidero al que aferrarse un equipo para sostener el pendón del ataque y mantener en alerta el miedo del rival. De caer en la batalla otro lo recogerá, como vimos en el Nou Camp, en un equipo que trasciende a los nombres individuales para erigirse en bloque pétreo cincelado por el cholismo y las ganas de ganar, siempre lo más importante en cualquier deporte. 
La otra ausencia, más que blanca, de purísima y oro, es la de Xabi Alonso. Me duele siempre escribir de Xabi Alonso porque como barcelonista es el único jugador del Real Madrid que me gustaría ver entre los azulgranas. Pero una mala tarde la tiene cualquiera y tras su fichaje Xabi Alonso ha sido capaz de imponerse al ecosistema blanco convirtiéndose en un verso suelto, en un ser capaz de sortear las minas del mourinhismo, el hechizo florentinista y las componendas de un vestuario que debe ser peor que la familia de Eduardo Manostijeras poniéndose lentillas unos a otros. En ese vestuario, como en el centro del terreno de juego, están él y el resto, y aunque algunos sesudos peloteros ya han puesto a funcionar el martillo pilón para destrozar prestigios y futuros él sigue su camino y no duden que todavía hará que se descuelguen por ese número 14 (otra señal blaugrana que no supo interpretar a tiempo) días de gloria para los seguidores blancos y los de la Selección. ¡Y además lee!, ¡y a Manuel Jabois!, ¡no sé que más le pueden pedir a un futbolista! 
Mañana todos escribirán de los que estuvieron sobre el campo, de lo bien o lo mal que lo hicieron, de sus abrazos y risas, de sus lloros y del crujir de dientes, nada nuevo bajo el sol del fútbol, pero a mí hoy el cuerpo me pedía hablar de los ausentes, de los que estarán sin estar, de los que llegaron a Lisboa vistiendo pantalón largo porque no conocían el mar, y claro, como sigue la canción, «se les antojó más triste que en la tele».

Comentarios