Badenes en Lombópolis

En Pontevedra hay badenes oblicuos, como los salpicados por todo Beiramar, en los que sabes cuándo entra la rueda izquierda, pero no cuándo lo hace la derecha, con los niños agitándose detrás como una maraca, bamboleo, bamboleas. 
También hay badenes Hors Categorie, como en Fernández Ladreda, puertos del Tour de Francia, una sucesión de pequeños Alpe D’huez junto al Lérez en los que sería conveniente colocar un avituallamiento a mitad de camino y en cuya cima juraría haber percibido un nivel de oxígeno inferior a lo recomendable, cosas de la altitud. 
Por supuesto, hay badenes fundamentales, como en Alexadre Bóveda, junto a los centros educativos de A Xunqueira, sin los que pisaríamos el acelerador en zonas de alto riesgo, mirando más el reloj para llegar a tiempo que a los peques que se asoman por las aceras y aparecen de pronto, pop, pop, pop, como si fuesen palomitas. 
Incluso hay badenes anhelados, ausentes, que inexplicablemente no existen, como en los pasos de peatones junto al Estadio de la Juventud, en el cruce con Padre Fernando Olmedo, donde los coches cogen carrerilla para subir la cuesta que conduce a la plaza de Barcelos, como si les fuese la vida en ello y no quedase gasolina en el depósito. 
Y hasta hay badenes naturales, obras que no han salido de la cabeza de Mosquera ni de la de Bará, ni tampoco de ningún plan de movilidad, se supone, como en la misma plaza de Barcelos, sube y baja rompepiernas producto de la orografía adoquinada, una piedra aquí, otra allá, con la distancia entre ambas calculada a ojo. 
En Lombópolis, como un día bautizó a esta ciudad Bernardo Sartier, todo es posible, porque Pontevedra vive llena de badenes. Sobre eso no hay discusión posible. Al principio nos tocó los amortiguadores, menudo cristo, pero ahora ya nos hemos acostumbrado, como a esa peatonalización que llegó a los tribunales y que ahora todos quieren apadrinar, cuando padre no hay más que uno y en su día chupó más guantazos que un boxeador sonado. 
Porque podemos discutir sobre los tipos de badenes y los acabados de obra, las chapucillas y el gotelé, pero la cuestión, en realidad es otra. Lo explico rápidamente: en un artículo publicado la pasada Navidad recité mis deseos para el año nuevo. En medio del texto, entre peticiones serias y chascarrillos, escribí esto: «Ojalá no me descoyunte el cuello pasando a 30 por hora un badén de Fernández Ladreda». Creo que lo habría firmado el 90% de los pontevedreses. Una representación del 10% restante me remitió un wasap a los dos días, camuflado entre las felicitaciones de año nuevo: «Ojalá no muera nadie ni haya un accidente grave por atropello gracias a los lombos salvavidas aunque a alguno le duela el pescuezo». Y yo respondí: «Amén». Porque aunque los haya oblicuos, fuera de categoría, fundamentales, inexistentes o naturales, lo importante es lo importante, la realidad es la realidad y los datos son los datos: es cierto que Pontevedra parece el Dragon Kahn, pero esa montaña rusa hace más por la zona 30 que una docena de radares.

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