Bibliotecaro de Kiev

"Y leer cómo vivieron (...) la votación e Naciones Unidas en el 48 en la que se decidió crearles un estado"

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UNA HISTORIA de amor y oscuridad, la autobiografía del escritor israelí Amos Oz, es un libro interesante de principio a fin por lo personal, lo político, lo histórico y lo literario.

Para cualquier escritor, escritor frustrado, aspirante a escritor o aspirante a escritor frustrado, sus reflexiones sobre su propia experiencia literaria, sus comienzos, o su visión de qué es leer y cómo se ha de hacer no tienen desperdicio. Cuenta, por ejemplo, el modo en que la maravillosa Winnesburg Ohio, de Sherwood Anderson, le hizo ver que no necesitaba ir a ningún lugar especial, ni buscar ninguna vida excepcional, para escribir de lo importante; porque leyéndolo comprendió que el centro del mundo estaba exactamente en su escritorio.

Hay que leer lo que significó Israel, a finales de los 40, para los judíos de medio mundo y de toda Europa. Y leer cómo vivieron, pegados a las radios de sus cocinas, la votación de Naciones Unidas en el 48 en la que se decidió crearles un estado. Y hay que leer, para entender —aunque sea desde la decepción— tantas cosas, cómo sus tías y su abuela, al desembarcar allí, besaban la tierra donde, por primera vez en sus vidas, esperaban que nadie las insultase ni las persiguiese.

Conviene asistir a la conversación de trinchera entre Oz y un soldado veterano, en la que este le recrimina que insulte a los palestinos, cuando son los judíos quienes han ido a echarlos de su país. Cuando el joven escritor le pregunta por qué lucha entonces, su colega le contesta que en algún sitio tienen que vivir, que también ellos se merecen tener un lugar en el mundo.

Y hay un capítulo en el que Amos Oz explica que tanto su padre como la inmensa mayoría de sus vecinos eran intelectuales que provenían de las universidades de toda Europa; y que no sabían hacer ningún tipo de trabajo manual. Excepto uno de ellos: el único fontanero del barrio. Y cuenta que, cada vez que acudía a una casa a arreglar algo, los demás hombres, incapaces incluso de ayudar, se reunían a su alrededor y comentaban entusiasmados la importancia, la trascendencia para toda la comunidad de la labor de aquel individuo. Todos con las manos en la espalda, pensando qué carallo estaría haciendo.

Y así me siento yo estos días cada vez que viene un albañil, un pintor, un fontanero o un electricista a hacer algo a casa: lo observo con asombro, con perplejidad, me pregunto cómo será capaz de hacer esas cosas y me siento tan perdido como un bibliotecario de Kiev.

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