Bodorrio

Cuando me invitan a una boda me excito más que Leonardo Dantés en el karaoke de Michelena. No es que me emocionen lo más mínimo las ceremonias, que soy de los que opina que el vino hay que tomarlo como dios manda, en el bar que hay enfrente de la iglesia. Siempre había pensado que los casamientos eran un auténtico ‘coñazo’ hasta que me invitaron al primero. Yo no lo sabía, pero descubrí que había nacido para ir a bodorrios. Casi como una premonición de mis talentos nupciales, un buen amigo ahora divorciado me dijo unos minutos antes de pasar por el altar una frase con la que comencé a elaborar un decálogo hoy en día perfeccionado: «Te recomiendo que te cases, creo que hay que hacer de todo al menos una vez en la vida». Las fiestas de las bodas a las que he asistido figuran entre esas noches en las que me arrepiento (con una sórdida sonrisa) de todo lo sucedido. Las despedidas de soltero, incluso las que pretenden que el novio rectifique sobre el pitido final su decisión de casarse, son un juego de niños al lado de los despiporres que he vivido a pecho descubierto, con luz y taquígrafos. Recuerdo el vals que interpreté con mi madre en la boda de mi hermana (que rematé con mi traje impoluto en un after de O Grove). Fue lamentable y divertido bailar en escorzo ante la atónita mirada de los más viejos y casi heroico no caerse hasta que otras parejas salieron al rescate.

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