Clint Eastwood

Yo idolatro a Clint Eastwood por encima de todos los tipos duros que me haya podido encontrar a lo largo de mi vida. Esto lo saben aquellos que me conocen, aunque ellos jamás hayan logrado comprender mi herejía. Soy consciente de que el día que Clint fallezca –si no es que yo la enguiño antes- sollozaré como él lo hizo en “Los puentes de Madison” (ese bodrio romanticón que bien pudiera haber sido interpretado por Barden o Brad Pitt, donde esperas más de 120 minutos a que Clint acabe mandando al carajo todo el tema amatorio y reviente con varios kilos de TNT y un cigarro a medio humear media docena de esos puentes, levantados con madera de cerezo y hermoseados finamente con florecillas silvestres). Pero, incluso esta falta de tacto hacia sus seguidores se le perdona a Clint, porque junto con Paul Newman y Marlon Brando, ha hecho y aún hace del cine una buena excusa para darle sentido a la cargante existencia que nos ha tocado en suerte. Harry el Sucio fue Clint Eastwood interpretando de sí mismo, sacando su mala leche a pasear, porque en ocasiones hay que dejar la buena leche a un lado y recomendarle al personal que vayan agarrando el libro “Maneras de vivir”. Yo a Clint le admiro. Sé que ya ha quedado claro, pero lo repito porque nunca está de más dejar claro lo evidente. Hay días que torna a mí la angustia para tocarme la moral, y es cuando pienso en Clint para robustecer todos mis sentidos mediante su afanosa sombra. De vez en cuando me pregunto a mí mismo qué estará haciendo el maestro a tales horas… tal vez esté mirando el horizonte náutico de su San Francisco natal, o escudriñando en su cabeza de qué manera llevar a la gran pantalla otra historia de tipos duros, con cicatrices y dolores de cabeza causados por la falta de moralidad, personas curtidas a base de puñetazos que, al final, nos revelan un corazón de oro, como el atormentado William Munny en el western “Sin perdón”, una película umbría, serena, anticongelante y vehemente, donde los buenos no son tan buenos y los malos no son tan malos, donde hay que poner los pies encima de la mesa para que te respeten un atajo de hijos de mala madre, raquíticos esbirros de Satanás, que tienen valor a la hora de acuchillar a una prostituta, y que se mean en sus blue jeans cuando llega el momento de enfrentarse al desalmado Munny. Porque Clint es de esos hombres que ya no quedan. Él tanto decide amar con todas sus fuerzas como resuelve no mostrar sus sentimientos y liarla parda. Clint simplemente hace acto de presencia para sentarse a tu lado, observando todo lo que le rodea con cien ojos de chispa furibunda, mientras enciende un cigarro añejo y le da un sorbo leve pero intenso a su whisky, para enseguida indicándonos con voz de Constantino Romero constipado: “Dios no está con nosotros porque odia a los idiotas”. Y cuando esto sucede, lo único que puedes hacer es levantarte de tu silla sin hacer mucho ruido, pagar lo que debes y marcharte sin mirar atrás, y al fin saber que no eres más que un idiota.

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