Contra la cobardía de la multitud

De todos los personajes que pueblan la literatura humorística británica, y hay pueblos enteros ahí metidos, los más reconfortantes son los excéntricos. A ellos se vuelve cada otoño, como quien peregrina por una promesa, con la certeza de que allí hay paz. Su gracia se cocina como las sopas: un gran aroma al hervir, pero con un poso que sabe aún mejor pasado el tiempo.

"ERA UN EXCÉNTRICO solo en la medida que los grandes caballeros lo son, con lo cual quiero decir que sus gestos no están hechos para adaptarse a las convenciones o la cobardía de la multitud", decía Edith Sitwell de Charles Waterton, un naturalista, paradigma del científico loco, que solía pasearse por sus tierras a lomos de un cocodrilo. No es una mala definición de un adjetivo escurridizo, que tiene connotaciones cambiantes, según quién lo utilice y también quién lo reciba. Para Sitwell, a quien también se le atribuye, era garantía de interesante. Los que, como ella, nos relamemos con las chifladuras de esos ensimismados tenemos en su libro Excéntricos ingleses (Lumen) los ejemplos más arrebatados. En la jerarquía de la excentricidad, los locos de Sitwell ocupan el número uno porque lo son a calzón quitado, sin medida, nivel Dalí de la rareza. Unos viven años metidos en la bañera, otros copian la dieta de los leones y engullen kilos de carne cada día a las cuatro, los hay que se curan el hipo prendiéndose fuego al camisón... y así todo. La clasificación que hace de esta galería extravagante es gloria pura y como prueba basta mencionar que empieza en Vejestorios y ermitaños decorativos y acaba en Aventureros marinos (piratería y piedad).


Pero no está ahí, en ese grado extremo, el neutrón del humor británico, sino unos escalones más abajo, en escenarios más domésticos y en señores más presentables; que más que rarísimos son maniatiquísimos, que dentro de un envoltorio de tweed y lana y camisas con raya llevan un extraterrestre cuyo comportamiento se funde con el de los demás lo justo para pasar desapercibido. Sea cual sea el grado de excentricidad, solo se puede serlo de verdad si no tienes muy en cuenta las opiniones ajenas. En esa distancia está todo.

Empecemos por un ejemplo clásico. Los Jeeves y Wooster de P.G.Wodehouse. En las tardes de invierno de aburrimiento extremo, cuando crees que quizás nunca vuelvas a ver un sol que dé luz amarilla, Jeeves es casi siempre la solución. Los libros de este mayordomo listo y flemático al servicio del atolondrado y espeso Bernie Wooster, solterón pastoso, con tías cazafortunas y preocupaciones mundanísimas, son el bálsamo de miles de lectores cuando necesitan un terreno conocido, divertido y ligero. Solo tiene una salvedad: es una medicina como los antibióticos, si se abusa crea resisencias. Las tramas son básicas y responden al esquema clásico del enredo: Bernie o uno de sus amigos tiene un problema (dramas como la pérdida de una joya o la fuga de un cocinero talentoso), intentan arreglarlo pero lo lían más, piden ayuda a Jeeves que da una solución evidente y llena de sentido común pero gracias a la cual todos lo consideran superdotado. Como agradecimiento Bernie siempre paga un peaje, habitualmente dejar de usar alguna prenda horrorosa que a Jeeves espanta, como unos calcetines violetas o un chaleco amarillo canario. En este mundo, con las clases bien separaditas y sin amenazas de revolución, nada malo puede ocurrir. Wodehouse recibió la medalla Mark Twain por su "extraordinaria y duradera contribución a la felicidad mundial". Habría que dársela mil veces.

La mayoría de excéntricos ingleses del papel son, como Wooster, de clase alta. Es normal. Las preocupaciones básicas moldean el carácter rascándole las rarezas; para adaptarse uno tiende a diluirse y se necesita tiempo libre para cultivar extravagancias. Evelyn Waugh colocó a sus excéntricos adinerados en toda clase de escenarios, desde rancios campus universitarios o parroquias olvidadas hasta aldeas africanas, como en Merienda de negros o Noticia bomba (Anagrama). Esta última novela mantiene el enredo hasta el extremo. Confunden el nombre de un columnista sobre botánica con el de un novelista y lo envían a cubrir la guerra civil de una república africana. Como el Míster Chance de Desde el jardín demuestra que no hay que saber de algo para acabar resultando brillante y es su normalidad lo que lo convierte en una flor exótica. Cuando regresa incluso le dan un premio, que acaba recibiendo el novelista, en un cierre perfecto del equívoco. Waugh critica tanto el negocio del periodismo, como a quienes lo ejercen y los que lo juzgan, así como la mirada condescendiente que su país hace de todo lo extranjero. Como muchas otras de Waugh, esta es una lectura ligera que tiene varias capas de complejidad: si las buscas las encuentras; si las ignoras, disfrutas igual.

En parajes más próximos, Nancy Mitford, íntima de Waugh, muestra como nadie la excentricidad casera de los nobles rurales venidos a menos; con títulos, sí, pero también con jerseys apolillados, con una recua de hijos que asumen la extravagancia como la normalidad. Sus novelas, especialmente A la caza del amor y Amor en clima frío (Libros del Asteroide) son muy autorreferenciales porque tenía en casa un ramillete de familiares que no podía desaprovechar como personajes. El iracundo tío Matthew de sus libros es un alter ego de su padre, que, como en la ficción, también organizaba cacerías en las que el botín eran ella y sus hermanas. Las chicas también pasaban media tarde metidas en el cuarto de la ropa blanca, el único sitio caliente de toda la casa, tenían de mascota un cordero o empezaban a ahorrar dinero para fugarse cuando su edad aún no llegaba a los dos dígitos.

Rurales pero no nobles son las Mapp y Lucia (Impedimenta) de E.F Benson, dos solteronas, dos liantas que pasan páginas y páginas entregadas a una pasión común: intrigar. Esta es la Inglaterra bucólica, de pueblecito pequeño y encantador, de gente con posibles pero sin títulos, que tiene que cotillear a la fuerza, qué iba a hacer si no. Es además la población víctima de las tendencias tardías, las modas provincianas, que arrebatan cuando Londres ya está a otra cosa: ejercicios calisténicos, espiritismo, gurús, yoga... Las costumbres británicas de los años 20 tienen algo de este siglo XXI.

El equívoco, la crítica social disfrazada de ligereza, las tensiones familiares de los señores cuando no tienen dinero y los títulos empiezan a importar menos, las fricciones vecinales como forma de superar el sopor en pueblos que son todo paz... la lista interminable de maneras de hacer humor si se es inglés se quedaría coja sin toda la literatura biográfica, empezando por la de viajes y aventura, que es siempre de descubrimiento porque ya se sabe que a los ingleses les gusta ir a los sitios los primeros o comportarse como si lo fueran.

En ese grupo habría que meter a la trilogía de Corfú de Gerald Durrell (Alianza), el relato tronchante de su infancia en Grecia con su madre viuda, sus hermanos y todos los animales que se le cruzaron en el camino, además de un catálogo perfecto de personajes griegos. Sus libros son un canto a la naturaleza virgen, al descubrimiento y a la niñez libre y asilvestrada, donde el aprendizaje se hace siempre fuera de casa.

Exactamente eso, pero años más tarde, hicieron Nigel Barley y Redmon O’Hanlon con la atropología y el naturalismo: ir a aprender bien fuera de casa. El primero cuenta en El antropólogo inocente (Anagrama) su viaje de estudios al Camerún, donde el aburrimiento que le produjo la tribu de los dowayo se transforma en un relato de agujeta abdominal, tal es la carcajada. La tesis le flaquea porque a los dowayo no les salen los ritos, son vagos e inconsistentes, mientras que al autor le ocurre de todo, incluido perder los dientes.

El segundo reúne en En el corazón de Borneo (Anagrama) una colección de diálogos delirantes con miembros de los iban, tribu cortadora de cabezas, que entre otras cosas creen de si mismos que fueron quienes lograron acabar con la Segunda Guerra Mundial. Que hoy esta sea una de esas comunidades que vive en gran medida del turismo no deja de ser una paradoja.

Alan Bennett se mueve sin embargo en parajes próximos, más cerca imposible, y es quizás quien más habla de si contando poco de si, un equilibrio sutil para un escritor, fundamentalmente de teatro, queridísimo en el Reino Unido y algo más desconocido fuera. Puede que sus dos libros más humorísticos sean Una lectora nada común y La dama de la furgoneta (Anagrama). En la segunda cuenta su extraña convivencia con una sintecho a la que permite aparcar su furgoneta en el jardín por unos días y acaba quedándose años. El diálogo interior del escritor consigo mismo mientras veía las rarezas de la mujer (y ella sí era una excéntrica) y los de los dos personajes son delirantes. Resultar verdaderamente gracioso y nada burdo en un relato donde hay miseria, soledad y enfermedad mental es un talento de muy pocos.

Bennet, y no es el único, es prueba de que los excéntricos están cambiando. Los títulos nobiliarios importan menos y se cultiva esa característica en todos los suelos posibles, del palaciego al jardín suburbano. Ojalá los ingleses conserven esa tierra fértil para todos los raros y sean capaces de seguir mirándoles así, como si no hubiera nada mejor a donde dirigir la vista.

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