Cosas que no entiendo

A menudo, cuando me asomo a las noticias, procurando no caerme dentro de ellas, choco con las perplejidades y los contrastes que me ofrecen los medios de comunicación. Hechos desproporcionados en su comparación, que me golpean en medio del sentido común, llamado así –supongo– porque es una especie de máximo común divisor de una cabeza corriente, la de usted o la mía. Tomo ejemplos: el funcionamiento de la Justicia española, revuelta y cuestionada incluso dentro de la propia Justicia (aclaro que hablo de Justicia como una manera de entendernos, no siempre la Justicia coincide con la justicia, aunque siempre –supongo– se rige por la Ley y las leyes). Dejando a un lado las convulsiones de jueces que chocan con jueces, de jueces cuestionados por los políticos, de jueces suspendidos de sus funciones por cosas que nos parecen carentes de sentido común, y jueces enfrascados en tareas titánicas, a los que se les desprovee de lo más esencial para su trabajo, quizás esperando que el tiempo desfigure el delito y lo convierta en una anécdota sin importancia. Aparte de todo eso, digo, hay cosas que no entiendo y que aparecen pegadas, casi, en las páginas de los periódicos. Leemos en un lado que condenan a dos personas de un piquete de manifestantes, una mujer en paro y un estudiante, a tres años de cárcel; la condena pretende ser un ejemplo para los que participen en piquetes. Lo paradójico es que, además de no tener antecedentes, en el piquete había cuarenta personas, y, además, los denunciantes, supuestamente intimidados, creen que la condena es una barbaridad. Contra esta sentencia se han movilizado desde el activista internacional Noam Chomsky hasta una larga lista de autoridades, incluido el Defensor del Pueblo andaluz. Al lado de esa noticia vemos como otro juez condena a la cúpula dirigente de la Caixa Penedés a penas de dos años de cárcel por haberse “regalado” 31 millones de euros como pensión. Los condenados no ingresarán en prisión, porque devolvieron gran parte del “autorregalo”. Las diferencias son palpables: quedarse con dinero ajeno valiéndose de su posición como banquero, se salda con un par de años, y si devuelve  el dinero, ya no hay delito y ya no va a la cárcel. Si va en un piquete obrero junto con muchos otros, la condena es mayor, y va a la cárcel para dar ejemplo. Puede que me lo quieran explicar y la explicación tenga fundamento, pero la cosa deja un tufo de diferencias penales, según seas un banquero (corrupto) o un pringado (en paro).
Las cosas, aunque se expliquen, son difíciles de entender, al menos para gente con sentido común, vulgar y corriente. Hay dos mundos y cada uno se mide de diferente manera, con distintas velocidades, con proporciones variables y perdones variables. Existen unos delitos de pobres y delitos de ricos; los primeros son pequeños, fruto del momento, del arrebato, del piquete, del recalentamiento de la manifestación (en la que existe el elemento represivo como detonante, rara vez estudiado en un juicio), de una situación extrema ayudada por la incapacidad del ciudadano para encontrar empleo, pagar la hipoteca o, simplemente, sobrevivir. En un país en el que los salarios han bajado, los ricos han recuperado el nivel de sus fortunas, y el presidente de la Comisión Europea afirma en Madrid que el Banco de España fue cómplice del desbarajuste de los bancos, que fue la causa de la crisis, aparecen cada día nuevos casos de delincuencia organizada, de la que no es fruto del momento, sino que exige una planificación delictiva; cualquiera podría suponer que alguien se forraba con los cursillos de cualquier cosa; ahora se descubre que funcionó un sistema de estafa alrededor de esos cursillos que financiaban ilegalmente partidos, empresas, sindicatos o simplemente un grupo de espabilados. Las investigaciones se inician y se prolongan meses y años, quizás. Al final habrá algún culpable, o ninguno, y no irá a la cárcel automáticamente, como los dos del piquete. O, a lo mejor, el Gobierno los indulta y echa pelillos a la mar.

Porque la capacidad de indulto que posee el Gobierno (un privilegio soberano y antidemocrático) es también variable. Si el culpable entra dentro del baremo que maneja el partido en el Gobierno, no pasa nada. Como los problemas que el propio partido tiene cuando sus militantes juntan la masa crítica de alcohol y coche y se dan a la fuga. Hay cosas que no entendemos, porque si tratamos de entenderlas caemos en la cuenta de que nos toman el pelo, o lo parece, y, además, con total impunidad. El funcionamiento de la Justicia es malo, según la idea general que funciona desde hace años; el sistema no es capaz de juzgar asuntos complejos, que requieren una infraestructura grande y adecuada; los delitos económicos, los más escandalosos e indignantes, requieren una investigación larga y complicada; el mundo de la judicatura está metido en un laberinto en el que los propios jueces se enfrentan a si mismos. Y la Constitución Española, la que tanto veneran los políticos como si fuera el altar de los sacrificios, no pasa de ser papel mojado (de pis) en el que los derechos sacrosantos no son  más que buenos deseos, un búscate-la-vida y un sálvese-quien-pueda. Excepto en la parte de la Monarquía, que, si hace falta, se cambia lo que haga falta, para que el rey abdicado, ciudadano igual a todos según la constitución, deje de ser igual a todos y sea “inimputable” (una palabra mágica) y pueda seguir con sus negocios sin peligro judicial. Su hijo no despierta grandes esperanzas, no es más que una incógnita; unas veces enciende la vela al dios de Rouco y otras al diablo de los gays. Pero su padre ha conseguido ser intocable gracias a una ley aprobada a prisas y con chapuzas por el PP, a su estilo, con la abstención del PSOE (ojo, se recogen los votos que se siembran, las abstenciones producen ausencias) y la oposición de los pequeños cabreados (denles tiempo a que crezcan). Señores, aquí, una ley; allá, a lo lejos, una justicia. 

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