Cuando a doña Emilia un loro la llamó ''puta''

Si entraba un cliente cuando el boticario don Perfecto Feijóo subía a la vivienda que tenía encima del negocio a tomarse un cafecito, el loro Ravachol quedaba al frente de la farmacia y bramaba:

-¡Perfeuto, cliente!

Si esa persona era un vecino de la aldea, el loro aclaraba:

-¡Perfeuto, paisano!

Si le veía pinta urbana, Ravachol decía:

-¡Perfeuto, señores!

Y si la que entraba era una mujer muy maquillada, el loro se quedaba mirándola fijamente y acababa advirtiendo:

-¡Perfeuto, puta!

Ravachol había sido el anarquista francés François-Claudius Koeningestein, un dinamitero más conocido como François Ravachol y cuya cabeza rodó por las calles de París tras poner una bomba en un café. Perfecto Feijóo no lo dudó cuando metió al loro en su botica en 1891. Le venía al pelo, o a las plumas, a quien se encaraba con la mismísima Emilia Pardo Bazán, que un día lo amenazó con desplumarlo al ser recibida con procacidades. Cuando la marquesa parecía a punto de estrangularlo, Ravachol zanjó la bronca por las bravas:

-¡Puta!

El loro hablaba gallego. Según se relata en el Museo de Pontevedra, Filgueira Valverde llegó a decir, irónicamente, que Ravachol quizás fuese descendiente de los papagayos que venían en la flota franco-española procedente de América, hundida en 1702 por la anglo-holandesa en el estrecho de Rande. De aquel desastre relató Filgueira que se salvaron las aves, y una de ellas fue rescatada en Pontevedra y expuesta en la Plaza de la Villa. Allí se hablaba gallego, ya que, escribió Frei Martín Sarmiento, la Plaza estaba llena de vendedoras, y el papagayo no aprendió otro idioma que ése.

Su frase favorita era «Se collo a vara». Con ella imitaba a su dueño, que lanzaba la frase esgrimiendo la vara y amenazándole con golpearle. José Luis Fernández Sieira relata un caso de celos, cuando enfrente de la botica montó peluquería Vicente Barreiro con... ¡otro loro! Ravachol se lo tomó con mucha filosofía:

-¡Barreiro, mata a ese loro! ¡Barreiro, mata a ese loro!

A veces se las daba de profeta y si un cliente entraba decía lo que él creía que iba a pedir («¡un patacón de manesia!») o avisaba al azar de que en la botica no se abrían cuentas: «¡Aquí non se fía!». Con Eugenio Montero Ríos mantuvo una relación turbulenta. Le decía «Vaite de aquí, larpeiro», y una tarde se lo llevó Perfecto Feijóo a la famosa finca de Lourizán de quien fuera presidente del Gobierno, y allí, reunido don Eugenio con próceres políticos en una reunión informal, el loro estalló: «¡Ladrones, ladrones!». A Emilio Castelar lo llamaba «demo das barbas». Ravachol llegó a participar en una obra de teatro con papel propio, de la que fue apartado por soltar ‘morcillas’, y saboteó un sermón misionero que dos religiosos ofrecían en el atrio de la Peregrina. Eso sí: cuando descubrieron que había sido él, cantó e hizo las plegarias como correspondía. Una noche que se fugó de casa, vaciló a un sereno  muerto de terror. Se delató finalmente Ravachol por la cadenita que arrastraba, y fue detenido y pasó la noche en el depósito municipal.

El rosario de historias del loro es inabarcable y de él dieron cuenta los mejores memorialistas pontevedreses del siglo XX, como Prudencio Landín.

Ravachol se sintió indispuesto entre el viernes 24 y el sábado 25 de enero de 1913, y Diario de Pontevedra dio el lunes 27 la noticia: «El loro de D. Perfecto ha muerto. El Ravachol ha dejado de existir rodeado de los más envidiables mimos y halagos. ¡Pobre lorito!». Habían pasado 22 años desde que llegó a la ciudad.

Se dijo en la prensa de la época que era «espanto de princesas y pescadoras» y que en Galicia «tenía justa nombradía». La noticia corrió como la pólvora entre la Pontevedra pujante de principios de siglo y se sucedieron los rumores: alguien lo había envenenado harto de sus insultos o el loro murió, en definitiva, por una agonía provocada por un empacho de bizcochitos mojados en vino. Era víspera de Carnaval, y del luto por el loro y la fiesta de los disfraces y el espíritu gamberro, satírico y procaz del Entroido salió, como se podía preveer, un entierro multitudinario y disparatado: el acto luctuoso más bufo de Pontevedra en su historia.

Se honró al loro como se honrase a un rey. Hubo primero un velatorio en la botica de don Perfecto, enfrente del Santuario da Peregrina, pero entre los vecinos de la ciudad y las muchedumbres que bajaron de las aldeas para despedir a Ravachol, hicieron falta guardias para labores de contención. Tuvo que ser trasladado a un lugar más amplio: un local cedido por la Sociedad Recreo de Artesanos, en el edificio sindical. Francisco Moya fue el encargado de embalsamarlo, y el cadáver fue colocado en una mesa cubierta de flores en la propia farmacia. Allí, don Perfecto Feijóo fue recogiendo las muestras de pesar y condolencia de los cientos de pontevedreses que se acercaron, y de todas partes de España empezaron a llegar cartas y telegramas. Por la sala mortuaria desfilaron las primeras autoridades civiles y militares.

El día del entierro el loro estuvo expuesto en «una capilla ardiente admirable, con faroles, flores abundantes, blandos blandones y cubriéndolo todo un hermoso y disecado búho», escribió Ramón Rozas en el Libro de Oro del Carnaval publicado por este periódico. Ese mismo día una proclama llamó a la ciudadanía a concentrarse en la Plaza de la Constitución (hoy A Ferrería). La prensa gallega dio cuenta del acontecimiento. Diario de Pontevedra contó: «La gran comitiva que se preparaba: amigos de Don Perfecto, del club Machada de Vigo, burros y burras de Caldas y público en general». En el bando publicado se añadió la celebración en el Circo-Teatro de «una criminal velada que correrá a cargo de unos cuantos conocidos atropelladores del arte cómico-lírico-rapsódico-romántico-sentimental».

Se pusieron entradas a la venta: las sillas a 0,75 pesetas, la entrada general a 0,40 y los palcos a 4. En el cortejo fúnebre por las calles de la ciudad estuvo la banda municipal, el orfeón de la Sociedad de Artistas y una banda de cornetas, tambores y gaitas del país. La cabalgata la formaron doce jinetes con faroles encendidos, carrozas y los contertulios de la botica. Fue, con el punto final de los amigos de Perfecto Feijóo cantando, recitando y tocando en honor al loro, una «gran marcha macabra triunfal, coreográfica y apoteósica». El difunto fue llevado a la finca de O Padronelo que el boticario tenía en Mourente. Allí siguió siendo recordado durante años, y prueba de ello es una imagen delirante en propiedad del Museo de Pontevedra en la que aparecen Alejandro Mon y Landa, Víctor Cervera Mercadillo y Perfecto Feijóo en pose sensacional, acaso una teatral representación del rezo que por los siglos de los siglos se le ha de hacer al Ravachol, loro iconoclasta y descarado.

Tuvieron que pasar años para que en 1985, hace ahora un cuarto de siglo, un grupo de pontevedreses encabezados por Pepe Shiva, Xosé Manuel Brea Vaamonde y Bibiana Araújo recuperasen en Carnaval los fastos de nuestro Entroido más alegre.

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