Tiempo atrás, cuando era más viejo

Lo primero que me traerán los cuarenta será a mi suegra en un tren. Ha querido venir a celebrarlo, y aún no sé cómo interpretar esta señal. El día se acerca, y vivo con miedo de que suene mi móvil y empiecen las felicitaciones: «Venga, Nacho, que los cuarente no son nada».

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LOS amigos me dirán luego eso de que no volverían atrás, que no echan una sola cosa de menos y que nunca han estado mejor. Como prueba, alguno se atreverá a enviarme una fotografía de sus veinte años, con los últimos granos en la frente, la cazadora de cuero falso, y la camiseta de Nirvana. ¿Cómo llevarle la contraria? El mío fue un parto épico. No porque hiciese algo meritorio, sino porque nací una de esas tardes de julio en las que el termómetro del parque de San Lázaro de Ourense sale en La 1. Asomé la nariz justo a la hora de la siesta, y superando con generosidad los cuatro kilos, circunstancias que hacen a mi madre merecedora de su nombre: Concepción. No estoy triste por cumplir cuarenta, pero tampoco lo siento como un cumpleaños más, y, aunque las cosas no me van mal, estoy lejos de ser uno de esos cuarentones repletos de vitalidad, que parecen tener zumos vitaminados corriendo por las venas, con una agenda llena de maratones y surf camps, cuarentones que han dejado atrás los traspiés de los treinta y posan serenos para su vida instagram. En realidad, vivo en un piso alquilado, tengo un coche de segunda mano y un novio doce años más joven. Entre mi Lama y yo, criamos una aloe vera y, sumando los ahorros de ambos, nos llegarían para vivir con holgura un par de semanas.

Otra de las frases que me repiten estos días y me crispa es: "Sabes, ahora sé lo que quiero". En realidad, esa frase me da mucha rabia, quizá me da envidia, aunque yo creo que es rabia. Una vez supe qué quería estudiar, dónde quería vivir y a qué me quería dedicar. Con la edad, parece que ese tipo de cosas se vuelven borrosas, y me pregunto si todo era mentira, si he leído libros equivocados o si será cierto esa verso de My back pages de I was so much older then (Era más viejo entonces).

Cuarenta años son demasiados para hacer balance, así que sólo me remontaré a mayo. Concierto de Coldplay en Barcelona, 55.000 personas en el Olímpico, un despliegue audiovisual hipnotizante, y todo el mundo sobreexcitado. Realmente estuvo bien, nos divertimos. Eso fue todo. Al día siguiente, con unas horas de sueño y agotados después de deambular entre mareas de turistas, cenamos en un tailandés de Gràcia con Quim, un amigo que ha huido de este aparcamiento de borrascas en el que vivo, y al que veo mucho menos de lo que me gustaría. Al salir, buscamos una terraza para aprovechar la noche, retiraban las mesas a la una para no molestar a los vecinos, así que terminamos bebiendo latas de cerveza sentados en el suelo de una plaza. Ni la cerveza era Estrella Galicia, ni la plaza estaba limpia, pero aquello fue un plan. Estos días tengo la impresión de que todo el mundo tiene un montón de cosas por hacer, y estoy de acuerdo, es esencial tener planes, aunque quizá lo más difícil sea distinguir entre un concierto de Coldplay, y tener un plan.

No sé si esto tiene que ver con los cuarenta, últimamente lo relaciono todo con la edad, hasta que me haya empezado a gustar el brécol. De verdad, el olor a enfermo del brécol me producía arcadas y hoy lo como con naturalidad, sin ni siquiera saber cuándo empezó a pasar. Me pregunto qué otros cambios se producirán a partir del jueves. De hecho, he regresado hace unos días de un crucero con mi familia. Sí, crucero y familia en la misma frase, con su cena del capitán, sus pasillos con moqueta y sus bingos. Si alguien me hubiese sugerido la idea hace años, habría sentido un escalofrío, pero ahora sé que esa fue mi verdadera fiesta de cumpleaños, aunque entonces no fuese consciente, aunque no hubiese velas, estar allí bailando con mis hermanos canciones de Laura Pausini y bebiendo Mai-Tais en cubierta, aplaudiendo a mi madre en las clases de zumba, probablemente no haya forma más digna de recibir los cuarenta.

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