De tunantes y sobrinos

Aunque no constituye el plato favorito de un público sometido a la dictadura de la oferta y la demanda, la novela picaresca sigue vigente siglos después de haber cosechado su máximo esplendor. En este artículo nos acercamos a dos ejemplos atípicosd el género

M I AMIGO Rigoberto González, cuyos pasos se pierden desde hace años por Paredes de Navas, donde ejerce de dueño y señor de sí mismo, detesta la tuna casi desde que tiene uso de razón, o al menos desde que tiene uso de razón (la suya) musical. Quizá para él la actividad de esa pintoresca institución no sea tanto la de tunar, es decir, vagar libremente, sino más bien la de importunar, verbo cuyo significado huelga comentar. Seguramente para la mayoría de nosotros la tuna gana el nombre de la ‘Importuna’ en el momento en que despliega sus clavelitos bajo la ventana de nuestra vecina, por muy graciosas que puedan parecernos su indumentaria o la camaradería de sus integrantes. Esta última afirmación podría entenderse como un posicionamiento al respecto por parte de quien esto firma, pero no es así. Más bien es, a falta de una estadística oficial sobre el asunto, la simple constatación de un sentimiento generalizado sobre el que me abstendré de pronunciarme en aras de la pluralidad. Desconozco los motivos que mueven a alguien a disfrazarse de esa guisa y salir de ronda, pero cualquier comportamiento humano es explicable si tenemos en cuenta una máxima: todos perseguimos la felicidad, incluso aquellos que persiguen la felicidad de no ser felices. No es otra la meta que anhela el protagonista de ‘De la vida de un tunante’, novela breve de Joseph von Eichendorff. En su traducción para Cátedra, Germán Garrido considera ‘tunante’ la mejor opción posible para verter al castellano el término alemán ‘taugenichts’, que literalmente significa ‘ocioso’, aunque, según el traductor, sin la connotación peyorativa de adjetivos como ‘holgazán’ o ‘inútil’. También nos recuerda Garrido en sus notas al pie que «según una moderna tradición literaria que se remonta a Shakespeare, las once es la hora del encuentro entre los amantes y los actos licenciosos». Con revelaciones tan precisas comprende uno al instante que el hecho de acostarse a las diez y media para conciliar el sueño podría ser la causa principal de una recaria vida amorosa. Mejor suerte correría el joven de la novela de Eichendorff, quien reencuentra finalmente el amor que persigue a lo largo de sus cien páginas de vida. Pero no es su condición romántica, ingenua y pastoril la que me mueve a darle cuerda en estas líneas, sino el hecho de que su único compañero de viaje es un violín. Allá por donde va, su habilidad y sentido musical le sirven para concitar personas a su alrededor, reconciliar voluntades y salir airoso de circunstancias adversas. La ironía estriba en que esa facultad no es considerada, ni por la sociedad a la que pertenece ni por él mismo, como un valor a la hora de presentarse ante el mundo como hombre de provecho. Tocar un instrumento tan sólo es un añadido amable en la alforja de alguien más bien torpe, poco preparado para ganarse la vida con un oficio y ducho, en cambio, en las artes de la picaresca. Lamentablemente la consideración por la que podría asociarse la idea del tunante-ocioso con la del tunante-músico sigue vigente, y quizá en este caso con el lastre negativo que conlleva la connotación ‘inútil’. No son pocos, además, los músicos que se ven abocados hoy día a ingeniárselas como pícaros para llegar a fin de mes, aunque esa melodía no toca ahora. Muy diferente, aunque pícaro también, resulta el sobrino de Rameau, protagonista de la novela homónima de Denis Diderot estructurada en forma de diálogo entre dos personas inteligentes —lo que para Goethe sería la mitad de un cuarteto de cuerda—. El sobrino del célebre músico no escribe poemas ni toca el violín, que yo recuerde, pero se las gasta con cáustica ironía y lupa certera para retratar la sociedad en la que vivió el enciclopedista. Adulador de los pudientes para garantizarse el caldo, y astuto ilustrado que finge ignorancia para resultar simpático, el personaje diseñado por Diderot defiende el oficio de bufón como el mejor posible en circunstancias como la suya, reclamando la ambivalencia de los dos términos de la ecuación —el que ríe y el que hace reír— para demostrar su ventajosa posición: «El sabio no necesita bufón. Así que el que tiene bufón no es sabio; si no es sabio es bufón; y tal vez así el rey fuera el bufón de su bufón». Poco importa si somos público o tunantes: la vida nos alcanza de todos modos.

Comentarios