Despide a tu jefe

POCAS COSAS SE IGUALAN EN belleza al acto de mandar a un jefe a la mierda, con buenas maneras. El efecto resulta demoledor, no necesariamente para el jefe. Por aquí, apresurémonos a admitirlo, no tenemos demasiada costumbre. Y es una pena, pues nos privamos de un instante de extraordinaria vibración en el que se mezclan miedo y pasión, el color rojo y el negro. Hay muchos modos de enviar a la mierda a un jefe que ni siquiera incluyen la palabra mierda, aunque también exigen una dosis de temeridad. Tengo un amigo dotado de unos modales exquisitos, que aprendió durante un fin de semana en Oxford. Jamás ha tenido una mala palabra, ni siquiera una palabra fea -como mierda- para sus superiores. Se corta las uñas cada tres días, está en contra de los zapatos de hebilla y almidona las camisas, así que hasta cierto punto es natural su exquisitez. Su pasión por las pulcras palabras hacia sus jefes es motivo de inspiración. En cambio, ya va por una docena de aventuras con las parejas de esos jefes. En la vida, al final, te salva siempre tu estilo. Da igual lo que hagas, siempre que no renuncies a tu clase proverbial y suave.

No siempre sabremos actuar con la sutileza de mi amigo, dicho rápidamente. En general, el estilo es un bien que escasea. Me temo que si no escasease, por otra parte, no sería estilo. Esto no significa que exista un único estilo. A mí me gusta también cómo lo hace en Chicago, años 30, el abogado Thomas Farrell, que presta sus servicios a Rico Angelo, el gánster más influyente de la ciudad. Harto del carácter del tipo para el que trabaja, Farrell le dice en un instante vibrante y pavoroso: «Me ocupo de tus negocios, Angelo. Incluso defiendo a tus hombres, pero me niego a comer contigo. Me das asco». Estilazo.

Hace algunos meses, una revista me instó a demostrar por qué un jefe, en sus cabales, debía permitir a sus empleados ver aquellos partidos del mundial de Brasil que les interesasen, aun en horario laboral. En el primer minuto me pareció un encargo sencillo, como acabar con la vida de Vito Corleone mientras compra unas naranjas en la frutería del barrio. Nunca falta un argumento letal para defender lo que sea, en especial si no tiene defensa. Pronto advertí, sin embargo, que un superior no siempre es sensible a la retórica. En según qué aspectos, ningún jefe admite el uso de las falacias y la elocuencia. Apenas se distinguen unos de otros. Te recuerdan a los policías del Berlín de la Guerra Fría que retrata Billy Wilder en ‘Un, dos, tres’. El personaje que interpreta James Cagney los radiografía con una evocación elegantísima y breve: «Algunos policías de Alemania Oriental eran rudos y suspicaces. Otros eran suspicaces y rudos».

En mitad de ese choque entre lógica y sinrazón, yo propuse una salida expeditiva: si tu superior resultaba un individuo hosco, indiferente al fútbol, aun cuando un mundial a veces no tiene que ver con el fútbol simplemente, convenía mandarlo a la mierda. Bastante dolorosa es ya la vida. «Es más, si puedes -añadía con un sutil golpeo de tacón-, permítete una genialidad táctica y despídelo». Me gusta dar consejos ridículos, que nunca en mi sano juicio aceptaría para mí; creo sinceramente que a veces ese es el único modo de acertar.

Jules Renard detalla en sus ‘Diarios’ el episodio de un hombre que, por recomendación de un amigo, acudió a una entrevista para conseguir un trabajo. En un enorme despacho, detrás de una mesa árida, lo esperaba el jefe. Parecía recién salido de una viñeta de Forges, muchos años antes de que Forges existiese. Aquel pobre hombre se disponía a decir «Vengo de parte del señor Fulano», pero advirtió una expresión tan displicente y seca en el superior, que antes de acomodarse en el asiento, se incorporó con un repentino control de la situación y dijo: «Me voy de parte del señor Fulano». Creo que estamos ante otro ejemplo de cómo mandar a la mierda a un jefe sin abandonar tu estilo a la suerte. Yo pagaría porque un día pudiese permitirme un gesto así, aunque nunca más pudiese permitirme nada. Ni siquiera un gin-tonic de los de antes, agrestes pero sabrosísimos.

Hace años, en un diario en el que era habitual que despidiesen a los periodistas -a veces cuando llegaba la noche, y habían escrito ya sus páginas-, me di el gusto de despedirme dos veces. Fue una maniobra tosca, pero placentera. Tal vez nunca haya tenido otros dos aciertos en mi vida. Es hermoso abandonar un trabajo por gusto. En cierto modo, equivale a mandar a los jefes a cagar de campo. Siempre quise parecerme a William Faulkner aquel día que se despidió de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. No aguantó más y se fue con un portazo. No estaba dispuesto a interrumpir la lectura y mostrarse agradecido «cada vez que un hijo de perra con dos centavos acudía a comprar un sello».

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