El 10

CUANDO FLAQUEAS Y NO SABES quién eres, porque te has olvidado, solo tienes que mirar el dorsal de tu camiseta y recuperas el control de tu vida enseguida. Es automático. Igual que apretar un botón y encender la luz. En un Mundial de fútbol, las grandes biografías -por falta de tiempo y ganas- se escriben a menudo con un simple número sobre la zamarra. Breve y fácil. Naturalmente, todo lo sencillo oculta detrás un mecanismo complejísimo, sin instrucciones, que nadie a ciencia cierta sabe por qué ni cómo funciona. Algunos días, cuando llegaba a sus obras, Antonio Gaudí emitía instrucciones dibujando líneas en el aire con un dedo, sugiriendo que «este debería ser así y así». Garabatos, no más. A sus ojos parecía facilísimo. De hecho, el edificio se levantaba con un dedo. Pero cuando Gaudí guardaba la mano en el bolsillo, los obreros necesitaban confusos planos, que para interpretar bien requerían a su vez de nuevos planos, menos engorrosos. Pero de entrada, lo imposible se construía con el índice.

El dorsal de la camiseta aclara la oscuridad en un solo golpe de vista. Es un atlas que se despliega y repentinamente lo contiene todo. La Enciclopedia Británica. No es raro que, de vez en cuando, al futbolista se le olvide jugar al fútbol y de pronto no sepa cómo se llama, cuál es su lugar en el mundo o qué hay que hacer cuando el balón llega a sus pies suavemente, por mensajería real, y se halla solo y temeroso ante el portero. En esas circunstancias, el número de la camiseta siempre marca el norte. ¿Eres el 9? Está clarísimo: solo tienes que desenfundar y, casi con los ojos cerrados -al estilo de un Van Basten, un Kubala, o un Ronaldo- colocar el balón donde el portero solo tenga tiempo a admirar las fuerzas físicas que vuelven inevitable el gol. ¿Eres el 10? En ese caso, seguramente, posees un talento innato, eres el autor de ‘Anna Karenina’ y puedes permitirte el lujo de tocar el violín con la pelota antes de hacer gol, para crear atmósfera. El buen fútbol requiere de preliminares. No hay que tener prisa por marcar y clasificar al equipo para la final. Siempre es un buen momento para dibujar un regate al óleo, lentamente, y que después los niños se pasen el verano imitándolo. Eres el 10, coño. El Rey. El Astro. Creas belleza. Acaso solo tú sabes que el fútbol no tiene que ver con el deporte sino con las artes, y por eso los miles de espectadores de la grada te miran avanzar con la pelota mientras te gritan que, por favor, interpretes la ‘Sinfonía Nº2 en do menor’ de Gustav Malher. Es su forma de proclamar el «detente, instante» de Goethe.

Cuando el niño da sus primeras patadas a un balón en la calle, aún desconoce si de mayor quiere ser veterinario, periodista, banquero o borracho. En cambio, está seguro de que portará el 7 y, en mitad del páramo, desatascará los cuartos de final cuando nadie contaba él, desde la media luna. O llevará el 2 porque, en mitad de la niebla, deshollina la banda, el interior le deja el balón debajo del felpudo, como si fuese una llave, y antes de alcanzar la línea de fondo, centra un veneno silencioso y mortal para que el 8, que puede ser Caniggia, desteje la red. Si lleva a la espalda el número 6 tal vez se llame Frank Beckenbauer o Baresi, y es sabido que ningún atacante entra en el área y marca gol sin antes dirigirse a él de usted y preguntar: «Hola, señor, ¿puedo chutar a la escuadra con el empeine?» Aun en ese caso, todavía debe superar el último obstáculo, es decir, al individuo con la camiseta número 1. Unos días se llama Gordon Banks, otros Lev Yashin, otros Iríbar. Son gente solitaria, a la que no les gusta abrir la boca cuando le dan los buenos días. Cuando su equipo ataca, ellos se van de pesca, para seguir en silencio. A guardametas como Jaime Gómez Tubo Munguía les gustaba leer revistas sentados contra un poste.

Tus datos biográficos más elementales, como el lugar de nacimiento, la primera chica con la que te pegaste un morreo, el día que marcaste de folha seca, el ‘Súper 8’ de Los Planetas que desgastaste de tanto escuchar, están insinuados en el dorsal que llevas a la espalda. Puro ADN. Solo hay que decodificar. Pongamos que llevas el 21. Juegas al primer toque. Tienes un pelazo. Cada año eres más joven y atractivo. Eso es así.

Pero, ¿qué pasa si juegas con el 14? Cualquiera adivinará que te gusta perfumarte antes de salir al campo, y una vez en la cancha, cambiar de ritmo con una zancada larga y plástica, de saltador de altura aproximándose al listón. Llevas el pelo al viento, como si jugases asomando la cabeza por la ventanilla del coche. El gol te hace libre. ¿Ganar? No eres dogmático. Pasarás a la historia por cómo juegas, y el color naranja de tu camiseta cegará millones de ojos para siempre.

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