''El demonio me persigue. Está detrás de mí'' se leía en la nota que Iván Berral llevaba encima

Iván Berral Cid no estaba a tratamiento psicológico, pero su criminal legado y la nota con la que se despidió no invitaban a pensar en una cordura total. «El demonio me persigue. Está detrás de mí. No tengo trabajo», figuraba en el papel que sobresalía de su bolsillo en el momento de acabar con su vida, una vez consumado un asesinato e intentado otro.

El joven madrileño, de 34 años, acumulaba un profuso historial policial. Casi no había delitos que no hubiese cometido: malos tratos, amenazas, atentado contra agente de la autoridad, resistencia a agente de la autoridad, delito contra la salud pública, tráfico de drogas, lesiones... Y el jueves añadió el homicidio.

Carne habitual de los calabozos, su última detención se produjo el pasado mes de junio, por un delito de malos tratos sobre su entonces compañera sentimental, una mujer de origen colombiano, contra la que se dictó una orden de alejamiento. Coincidencias de la vida: también se encuentra en avanzado estado de gestación.

Fuentes policiales garantizaron que la súbdita colombiana no se encontraba ni en la iglesia ni en las inmediaciones en el momento del sangriento suceso.

Un indigente

En los últimos meses, Iván Berral se había convertido en un indigente que malvivía por el día y pernoctaba donde podía: a veces en un albergue, otras sobre un banco, en un cajero, en unas galerías...

Nadie sabe lo que se le pasó por la cabeza el jueves, pero todo apunta a que tenía claro lo que iba a hacer. Al mediodía fue visto consumiendo cervezas en un bar próximo a la iglesia de Santa María del Pinar. En varios momentos interrogó al párroco, Francisco Santos, sobre los horarios de las misas. «Se mostró correcto, nada agresivo», indicó.

Deambuló por la zona hasta minutos antes de las ocho de la tarde. Mientras el sacerdote estaba lavándose las manos y se disponía a iniciar el oficio, Iván Berral entró en el templo, se acercó por detrás a Rocío Piñeiro y, sin mediar palabra alguna, le descerrajó un disparo mortal en la sien. Su madre, que estaba a su lado, sufrió un ataque de ansiedad. «Me han matado a mi hija», se lamentaba.

Caminó unos pasos y disparó en dos ocasiones sobre otra mujer de 52 años. Siguió su malvado paseo y se paró ante el altar, se giró, se puso de rodillas y se suicidó con un disparo en la boca. La bala le atravesó el cráneo y quedó alojada en el techo del templo.

Para llevar a cabo su retorcido plan, el criminal utilizó un arma de fogueo modificada para realizar fuego real.

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