El Flecha

Sólo era una andaina, pero la convertimos en un duelo. El plan nos ofrecía un pretexto para pasar un domingo con mis padres y enseñar los colores del otoño a mi suegra, de visita en Galicia
El flecha
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PESE AL madrugón y a la mañana nublada, el ambiente era festivo. De pronto, avisaron por megafonía y los participantes nos concentramos bajo la pancarta de meta. Justo antes de oírse el silbato, mi padre se giró y nos advirtió: "Aquí nadie espera a nadie". Un segundo después se había esfumado. Lo vimos situarse en cabeza y lo perdimos de vista. Aquello no era ninguna competición, y su sprint me pareció ridículo. De repente me entraron unas ganas irreprimibles de alcanzarlo, como si ser treinta años más joven me obligase a darle una lección. Empecé a acelerar el paso, caminaba cada vez más rápido hasta que finalmente me lancé a correr.

Todos me miraron desconcertados, pero seguí corriendo, adelantando al resto. En realidad, no tenía mérito ya que sólo yo corría. Cada vez que me cruzaba con alguien de la organización le preguntaba a cuántos tenía delante. Diez, seis... hasta que al final sólo escuchaba: "Van dos en cabeza y un señor que camina a toda velocidad, como un loco". Me dejé el alma para dar caza a ese loco, seguro de que estaba cerca. Cada poco intentaba ponerle nervioso, enviándole notas de voz por whatsapp, inventándome que le veía al fondo, que le estaba tocando la espalda. Veinte kilómetros después crucé la meta, exhausto, con un tirón en el gemelo, y los pies en carne viva por correr con botas de montaña. Mi padre me esperaba, sentado en las gradas del pabellón, en un lugar donde estaba seguro de que le vería bien, con esa sonrisa.

A sus setenta años, los amigos del gimnasio le han apodado El Flecha. Desde su jubilación ha recorrido el Camino de Santiago —de Francia a Compostela—, el Camino de los Cátaros y se ha ido a Escocia y Madeira a hacer rutas. Lo asombroso es que hasta ahora nunca había mostrado interés alguno por el deporte. Dicen que cuando envejecemos volvemos a los lugares de la infancia. Mi padre nació en Parafita, una de esas aldeas de la sierra de Manzaneda en las que los lobos, en lugar de bajar, suben, así que lleva montaña en los genes, y quizá ahora se esté tomando la revancha de una vida encadenado a su plaza de funcionario y a las obligaciones de una familia numerosa.

Con el tiempo, El Flecha se ha vuelto competitivo, hasta el punto de que salir al monte no es cuestión de disfrutar del paisaje. Quiere ser el primero, lo necesita. El placer está en el desafío, en el reto de superación y en demostrar que la edad no es un obstáculo. Por eso, caminar con mi madre le resulta un suplicio, aunque ella ha encontrado la manera de sobrellevarlo. Cuando mi padre se impacienta y la acusa de ser un lastre, se pone los auriculares, y lo deja ir. Ella, con su radio; él, con su pulsómetro. Soluciones así sostienen los matrimonios de larga duración.

Al Flecha nunca se le ha dado bien expresar sus sentimientos. Se crió en una familia en la que al padre se le trataba de usted, y las emociones se enterraban bien abajo. La primera vez que se marchó a una ruta larga, empezó a enviarnos whatsapps al grupo familiar diciendo "os quiero". Aquello nos parecía tan extraño que llegamos a pensar que algún amigo le había robado el móvil y se estaba cachondeando. Será el polen o la clorofila, pero lo cierto es que en el monte aflora su lado más cariñoso. En unos días se montará en un Ourense-Irún para comenzar la Transpirenaica, una de las rutas más duras de la Península. Cuando éramos pequeños, en los momentos de caos familiar, en medio de una tormenta de llantos y peleas de niños, mi padre suspiraba, miraba al cielo y solía decir que soñaba con retirarse a algún monasterio. Supongo que, de alguna manera, sigue buscando esos lugares apartados, donde encontrar la calma necesaria para poder decirnos "os quiero".

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