El hombre rico

EXISTIÓ un tiempo en el que si querías ser rico debías tener costumbre desde pequeño, o no había nada que hacer. Necesitabas una formación sólida, audaz, que no arrancaba sino en la infancia, donde aprendías a horrorizarte ante la pobreza. «Nunca seré pobre», te obligaban a jurar, igual que en el siglo V a.C. en Atenas, cuando se prohibió por decreto recordar la derrota militar ante Esparta. Todas las cosas importantes suceden en la infancia, como cuando Marilyn Monroe, en ‘Niágara’, dirigida por Henry Hathaway, se ponía vestidos capaces de arrojarte a la locura, y alguien al verla decía que para utilizar vestidos como esos se requería «tener costumbre desde los trece años». En aquellos días no había manera de ser rico si no lo eran tus padres, y antes que ellos tus abuelos. Si todo iba medio bien, tu bisabuelo había fundado la General Motors o la Standard Oil. En el árbol familiar, el último pariente de clase media del que existía registro había sido el mono.

Un buen día, cuando llegabas del colegio, tu padre te llamaba por tu nombre completo -Alfred John Stuart Harold, por ejemplo- y te convocaba en el salón regio, donde solo se entraba en Nochebuena, con ropa de gala. En el peor caso, también el día que moría un progenitor, e igualmente vestido como un pincel. Allí te aguardaba toda la familia. Tu padre, tu madre, tu hermana, tus tíos y el caniche. El servicio disponía el té, o lo que fuese, y cuando se retiraba, tú escuchabas un ceremonioso discurso, que no entendías más que al final, cuando tu padre declaraba: «Hijo mío, aquí tienes, tu primer millón de dólares. No lo pierdas». Así empezaba tu dinastía. Te hacías millonario antes de hacerte tu primera paja. A menos que cometieses un error imperdonable, nunca llegabas a saber que se podía ser pobre. La costumbre de ser un individuo floreciente, incluso virtuoso del piano, se imponía como si la riqueza fuese una forma de soledad incurable. Pero esos tiempos pasaron. Es más, no pasaron. Hay ocasiones en las que el pasado no pasó. La costumbre ya solo sirve para echar la siesta en el sofá. En algunos remotos lugares también se emplea para desayunar con una copita de aguardiente. Ahí, gracias a la destilación, la civilización apenas está comenzando, tiernamente.

Cuando ves a alguien actuar como un rico, hablar como un rico, vestir como un rico, ya no puedes inferir que te las ves, sin más, con un rico. Es posible que solo se trate de un concejal o un diputado -incluso de un empresario que los frecuenta- con un deseo irresistible de serlo. Y pensar que hace unas semanas me extrañaba de que cuando Forbes daba a conocer la lista de la gente más rica nunca aparecía un pobre en las primeras posiciones. Tal vez ese día no esté tan lejos.

Ese tipo que de repente se siente rico, y que cuando mira la hora, y ve el reloj, deduce que no se puede ser más rico, cumple un sueño de adolescencia. Le gusta emocionarse ante los objetos sintéticos, como Daisy Buchanan en ‘El gran Gatsby’, cuando llora «porque nunca había visto unas camisas tan maravillosas», y los pliegues y la tela le apagan la voz. Es curioso, porque no hace mucho los millonarios eran la clase de individuos que repudiaban. Pero se precipitaron hacia aquella amenaza de la que alertaba Mark Twain, cuando decía que se oponía a los millonarios, «aunque sería peligroso ofrecerme ese puesto».

Enseguida adviertes que les falta costumbre, como si todos los días caminasen por primera vez en tacones. Ellos manejan la teoría de que las ‘cosas de ricos’ les proporcionarán ese estatus, y por eso, en sus horas libres, admiten regalos. Noches de hotel, relojes, puros habanos, bolsos, gemelos. Un rico genuino, descendiente de millonarios hasta desembocar en la Edad de Piedra, no admite regalos jamás. Puag. De pequeñito juró horror eterno a la vulgaridad. Le gusta gastar su propio dinero. Sabe cómo hacer para fabricar más. Tiene una máquina, seguramente. Todo lo que lleva encima está pagado de su bolsillo. No se esfuerza en parecer rico. Simplemente le sale. Todo lo hace como un rico. Incluso toser. Porque tiene costumbre desde pequeño. Le sobran recursos. En cambio, un advenedizo, que se ha limitado a poner el cazo, en la hora de la verdad se desmorona. En Vilardebós se habla todavía de la visita que hizo al pueblo el gobernador civil de Ourense en los sesenta. Hubo comité de bienvenida. Los vecinos se arremolinaron en el consistorio. Cuando el alcalde en funciones quiso tomar la palabra titubeó. El secretario municipal, rico y poderoso, salió a su rescate con una frase inigualable: «Y ahora, dada la ignorancia del alcalde, voy yo a dirigirles unas palabras». Y en Vilardevós quedamos como unos auténticos señores.

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