El ladrón de lápices

EL VIERNES PASADO PERNOCTÉ en un hotel de Viena y robé un lápiz. Era rojo y negro, con lunares en relieve, de la marca Faber-Castell. Estaba recién afilado. Yo hace veinte años que no escribo a lápiz, pero no pude resistirme. Me pareció un objeto perfecto, carente de valor, pero refulgente y misterioso, capaz de escribir sonetos de Góngora solo, sin mano. Supongo que el hurto fue inevitable. A veces te parece que toda la belleza del mundo se concentra en un objeto anodino, en el que nadie salvo tú repara. Y sin más, te lo apropias. Su belleza inaudita e ínfima te pertenece. En realidad, pude asaltar el minibar, y rellenar ese vacío sutil e inaprensible que se forma cuando duermes lejos de casa, pero me obnubiló el lápiz rojo y negro.

A dos pasos del lápiz estaban mi whisky favorito, mi ron favorito, mi vodka favorito, mi ginebra favorita, y rehusé el copazo, como si un buen trago remitiese a una victoria pírrica. El lápiz, en cambio, representaba una derrota gloriosa, que nunca olvidarías, y del que los novelistas podrían escribir sin repetirse durante siglos, como cuando Holanda perdió el Mundial del 74. Y la preferí. Se trata de ese clase de acciones primitivas cuyo único sentido es que no poseen sentido, y eso basta. Hay en su falta de lógica una fuerza de gravedad que te atrae irresistiblemente, como las sirenas del canto XII de la ‘Odisea’. Son un milagro, en el fondo, y te dejas enrolar por su torbellino.

Por motivos de trabajo, el sábado dormí otra vez en Austria, y como esa mañana los empleados del hotel habían repuesto el lápiz al limpiar la habitación, volví a robarlo. Me pareció natural, casi automático, fruto otra vez de la gravedad que sostiene a la Tierra, aunque menos heroico. En parte, fue como asistir a un segundo milagro en solo día y medio. Te satisface, pero ya no queda ni rastro del entusiasmo de la primera vez. Sospecho que un milagro es eso, algo prodigioso, imposible y real, pero dos milagros, y seguidos, no pasan de ser acontecimientos prosaicos que no reseñarías ni en tus memorias. Solo crees en «un» milagro, que se cruza en tu vida tan rápida, e inadvertidamente, que no tienes tiempo a verlo, pero que distingues porque de pronto notas los pies fríos y ligeros y el augurio de una suavidad perfecta en la piel. Por suerte, el domingo madrugué, hice el check out y me subí a un avión antes de que pasase el servicio de limpieza por la habitación y me obligase a llevarme un tercer lápiz.

Todos nos sentimos solos y vacíos en los hoteles, aunque envueltos por una extraña e impasible felicidad. Te quedarías en ese lugar lejano por tiempo ilimitado, hasta ser otra persona y llamarte, pongamos, John Miller, pero a cambio de que al día siguiente pudieses dormir en tu cama. Notas, como si en ello no existiese ni un atisbo de incoherencia, que te gustaría regresar, pero quedarte.

Resulta irremediable, cuando haces la maleta, que se cuele el lápiz del hotel, o el champú, o las zapatillas, o la toalla o un gorro de ducha. Hay una clase amable de hurto, consumado por el huésped, que no es más que un ejercicio de melancolía. Es tu forma de reparar el desamparo que te asalta mientras doblas las camisas sucias.

Hace algunos años, una amiga se hospedó con su pareja en un hotel de Birmania. Jugaron a ser felices y pasaron unos días maravillosos. Pero llegó el momento de regresar a Madrid. Ana era profesora, poeta y novelista, y Silvio aparejador, a secas. Cada uno preparó su maleta, como si no se conociesen de nada, más que de amarse, y cuando bajaron a admisión, para hacer el check out, el recepcionista los censuró con una mirada que se reserva para asesinos despreciables. Ana quiso saber si sucedía algo. «Mucho me temo que sí», asintió el empleado. «Hemos advertido que en su habitación falta la bolsa de tela bordada de la lavandería». Ella sintió la acusación como un relámpago de invierno en la espalda. Miró a Silvio desconcertada, casi sonriendo, consecuencia del surrealismo. «Pero esto es una vergüenza. ¿Insinúa que nos la hemos llevado?», preguntó. El recepcionista, para acabar con la duda, les propuso que abriesen sus maletas. «Por encima de mi cadáver», matizó Ana. La dignidad era el último reducto. Prefería no regresar a España antes que humillarse ante una acusación infamante. Su cólera, mientras Silvio permanecía en silencio, empezó a llamar la atención de los huéspedes. El recepcionista cortó por lo sano y enterró el asunto con una disculpa. Camino del aeropuerto, Silvio no pudo resistir más su angustia y le confesó a Ana que, a decir verdad, la bolsa de la lavandería estaba en su maleta. Le había parecido «chulísima» y no pudo menos que robarla.

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