El liderazgo

Un sector de la afición cree que la plantilla del Pontevedra se construye sobre la desconfianza entre sus miembros. En el foro se puede leer (que nos conocemos todos, pillines) que el diablo se ha colado en el vestuario, que los futbolistas no ofrecen imagen de grupo y cada uno corre libre por la pradera sin atención al vecino. Y es entendible ese pensamiento. Solo hay que ver cada riña con el adversario para ser conscientes de que algo extraño sucede: una piña de jugadores contrarios se comen al granate de turno mientras se queda solo ante el peligro, tímidamente respaldado por Pablo Suárez o Bardal. Esa imagen hace creer, erróneamente, que los jugadores van poniendo trampas para ratones en las taquillas de sus compañeros con el fin de pillarles los dedos, que no se saludan cuando se cruzan por la calle, se mean en los botes de champú ajenos, se acuestan con las mujeres del otro y ponen chinchetas bajo las ruedas de sus coches para tener el simple placer de verlos cogiendo el gato y mancharse las manos y la ropa de grasa. Pues nada de eso. La relación entre los futbolistas pontevedreses es buena, excelente. El grupo está formado por gente emocional y físicamente sana, muchos de ellos chicos humildes, casi todos educados, con buena predisposición y actitud de cara al trabajo y muy tranquilos. Quizás de ahí parta el problema. Falta carácter, sangre caliente, mala uva, liderazgo. Es algo que precisan todos los colectivos, también los equipos de fútbol: alguien que mande dentro y fuera del campo, una persona a la que se le vean las cicatrices de la guerra, el pecho sudado, barba de cuatro días y el aliento le huela a comida de tasca; un tipo duro, un Clint Eastwood dispuesto a vender a su abuela por el triunfo de su equipo y de partirse la cara por cada uno de sus compañeros en todas las trincheras de Tercera División. No hay. Ni ha aparecido, ni se le espera. El Pontevedra no tiene un líder. Y quién sabe adonde no podrá llegar sin él.

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