El ritmo indignado del South Bronx

La cadena Netflix acaba de estrenar la serie ‘The Get Down’, un acercamiento bastante fidedigno a la historia del nacimiento del hip hop en el sur del Bronx, en una época —década de los setenta del siglo XX— en la que vivir allí significaba vivir en bucle: violencia, miseria, desesperación. En medio de todo eso, un ritmo nuevo se hace un hueco hasta formar una cultura tremendamente dinámica con diferentes canales de expresión
El Ritmo del South Bronx
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ALGUIEN BUSCA la belleza en un paisaje de campo de batalla. El filo de un cuchillo siega una garganta ante la impavidez general. Alguien mata, alguien muere, pero nadie vuelve la cabeza porque todo el mundo aquí conoce su territorio y sabe exactamente qué y cuándo no hay que mirar. Al fondo, grandes masas de humo negro se elevan desde un edificio en llamas creando formas a las que nadie ya busca sentido. Es el cuarto que arde en lo que va de día. En una esquina de la calle Charlotte, paradigma de la imagen de devastación que cruzó mil fronteras, un par de chiquillos de no más de diez años juegan al baloncesto con una desvencijada caja de fruta por canasta. Su atuendo no deja lugar a dudas, chupas vaqueras de mangas recortadas con el escudo a la espalda: una calavera con casco de pincho, a la manera prusiana, circundada por el nombre de la pandilla considerada una de las más violentas de la década de los setenta del pasado siglo: la banda de los Savage Skulls. En un momento dado, la pelota se pierde tras una de las elevaciones de terreno que flanquean la canasta. Esos promontorios se han convertido en la orografía natural del lugar; montañas de escombros, de basura, de desechos. Allí juegan a la guerra con el mundo — y al baloncesto— los niños del Bronx armados hasta los dientes. Todo normal.

La música es el bálsamo, la puerta, el futuro, el sueño. El sueño americano palpitando en las entrañas mismas de Nueva York. La música es la idéntica autopista que tiempo atrás partió en dos un barrio con posibilidades, no condenado todavía. Si consigues salir del Bronx para siempre —y en los setenta era un anhelo bien real— puedes llegar a Manhattan, a Long Island o a New Jersey, atravesando a toda velocidad la Cross Bronx Expressway.

GRAND CONCOURSE. Otoño de 1953. Máquinas gigantescas se disponen a horadar el terreno. Unas 60.000 personas, en su mayoría de clase obrera, han sido advertidas de que la vida, tal y como la conocían, había llegado a su fin. Adiós al vecindario, adiós al empleo, adiós al hogar. Llega la modernidad, saludos de bienvenida a la grandiosa autopista. Comienzan las obras que cambiarán por completo el horizonte y la fisonomía de este distrito neoyorkino. Por sus calles —aún se recuerda la famosa Grand Concourse de los años treinta, su arteria esencial, repleta de edificios art decó, teatros, cafés y comercios, comparada con orgullo a los grandes bulevares parisinos—, por sus plazas, por sus habitantes, se dispone a cruzar una apisonadora descomunal. Pero así como pasa el tiempo y todo cambia, los cincuenta ya han dejado de ser los treinta —época en la que se veía con claridad el escalón siguiente—, también así se fue transformando el paisaje urbano, y los movimientos, tanto arquitectónicos como bélicos, desplazaron a concretos grupos de población de un sitio a otro. Los vecinos de antes de la guerra, con un perfil mayoritariamente judío, italiano e irlandés, asimilados a la nación, habían ya dado el salto hacia otras latitudes. La zona sur del barrio deviene en un agujero en el que caer o del que huir, según la situación y la suerte que se tenga. Se levantan por doquier viviendas protegidas, para desplazar masas humanas de lugares incómodos. Los flujos de moradores se definen con claridad. Gentrificación, hacia Manhattan. Marginalidad, hacia South Bronx. La comunidad puertorriqueña se fortalece durante las siguientes décadas y comparte superficie con la afroamericana. Focos de drogadicción, prostitución, proliferación de bandas callejeras. Pero aún limitados, concentrados en puntos todavía evitables. Aún sonaba el mambo con pasión en las calles, un ritmo que, fusionado con compases afrocubanos, daría como resultado la salsa, a finales de los sesenta. Aquel día, todas las radios dejaron de sonar y los cuerpos dejaron de moverse: el día en que las obras de la Cross Bronx Expressway se dieron por concluidas.

Hombre visionario, megalómano y poderoso. Para algunos un maestro, para otros un bastardo. Robert Moses, artífice de la moderna Nueva York, impulsor de las obras públicas que marcaron un antes y un después en La Gran Manzana, divide al Bronx por la mitad. Durante las siguientes décadas quedará sumido en un delirante torbellino de degradación y creación. Puede que a partes iguales. Salvación y condena.

GUETTO  BROTHERS. Invierno  de  1971.  Los Guetto Brothers, una de las pandillas más numerosas del South Bronx, se encaminan por la vía pacífica y creativa a raíz de la muerte de su líder, Cornell Benjamin. Defienden derechos y deberes para sus miembros y para el resto de ciudadanos; impulsan, con su propio grupo musical, unos ritmos incipientes y pegadizos, una naciente y todavía caótica forma de expresión, mixtura de rabia y orgullo, de dignidad e infortunio. Promueven una tregua entre bandas y la consiguen. En Hoe Avenue, durante la llamada ‘Reunión de paz’. Entretanto, las ‘Bronx street-parties’ o las ‘block parties’ determinan el paisaje. En torno a decibelios y platos de dj se están engendrando promesas. Siguen, pese a todo, los muertos, las crisis, el paro, la basura, los incendios.

Verano de 1977. En la noche. A las 20.37 horas cae el primer rayo en una subestación eléctrica situada en el río Hudson. Pocos minutos después, otros rayos certeros fulminan toda luz. Nueva York permanece durante veinticuatro horas continuadas en una oscuridad terrorífica y fructífera a la vez, dependiendo del miedo de quién y de la oportunidad de quién. No son pocas las voces que dicen que la extensión temporal del gran apagón, contemplado desde el sur de ese Bronx que se asoma a Manhattan, fue directamente proporcional al aumento de disc jockeys en el barrio, y, consecuentemente, al desarrollo de un movimiento cultural y artístico llamado hip hop; que se inflama, hierve, se agita y, finalmente, estalla, a finales de los años setenta. Muchas de las 1.600 tiendas saqueadas esa noche vendían equipos de sonido que desaparecieron en pocas horas. Muchos también eran los sueños de jóvenes —músicos, cantantes, bailarines, grafiteros— sin futuro. Las fiestas, a partir de entonces,  son presididas por maestros de ceremonias que, más tarde ostentarán el título de padres del hip hop. Son disc jokeys como Kool Herc o Afrika Bambaataa, que apuntan a otro cielo, apuran un nuevo estilo, devienen líderes.

La violencia descansa, en el transcurso de esas fiestas, sin poder evitar el compás con sus pies de sangre; reposa todas las noches, a ritmo de rap en una zona o con música disco —que sigue abarrotando locales— en la otra. La música es el bálsamo que, por el asfalto, va dejando cadencias inolvidables.

Como lo hacen grafitis en los muros, los trenes, los subterráneos. Otra armonía con llamativos colores que firman artistas adolescentes en fuga continua de la policía. Se comunican entre ellos a través de un arte que, para las autoridades, es delito. Ed Koch, elegido alcalde de Nueva York pocos meses después del apagón, declara la guerra al grafiti y busca restablecer la ley y el orden con polémicas medidas. En su campaña para la reelección anuncia un nuevo South Bronx entre escombros y basura. Koch gana de nuevo, pero la cultura, el arte, el hip hop, no desaparecen simplemente con prohibirse. De entre las ruinas se han alzado formas de expresión humanas capaces de alcanzar la Cross Bronx Expressway. Preparadas para salir del bucle de miseria y caída libre. Prestas a una redención.

Invierno de 1979. Sylvia Robinson, cantante y productora, lanza ‘Rapper’s Delight’, del grupo —auspiciado por ella— The Sugarhill Gang y con este sencillo se presenta el hip hop al mundo. El inmediato éxito no puso al South Bronx a las puertas del paraíso. Solamente cerró un círculo. Completó una historia. Marcó el ritmo.

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