'El tesoro de la isla'

El yacimiento prolijo

Hay escritores para los que escribir es hacer, tejer con las cuatro —o cuatrocientas— hebras que encuentran un tapiz, modesto o de la Real Fábrica, pero nuevo, que antes no existía en ningún sitio y ahora sí. Para otros es descubrir, excavar y sacar lo más limpios posibles los fósiles que llevan dentro. Sus historias ya existen, solo tienen que ir a buscarlas. Enid Byton es de las segundas. Decía que se sentaba con la máquina de escribir sobre las rodillas y los ojos cerrados y el relato aparecía. Si decía la verdad, qué densidad la de su yacimiento. Si mentía, qué prueba de su habilidad como hacedora de marcas

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PARA ALGUIEN obsesionado con lijar todas sus aristas y ofrecer una imagen pulida, perfectita, no hay peor faena que morirse. Las restricciones que imponen su mera existencia, la posibilidad de que replique, desaparecen y se abre la veda, la realidad acaba rebosando. Enyd Blyton, nacida hace 120 años y muerta hace casi 50, era una absoluta controladora, que vivió fijándose solo en lo que le interesaba e ignorando lo que no, como si poner el foco en otro sitio lo hiciera desaparecer y como si el resto de miradas fueran a seguir la suya sin más. Por ese motivo, y porque vivimos en una época que adora las revisiones críticas, se habla mucho ahora del racismo y clasismo en su obra, de su dudosa moral, de lo rancia que era, pero tienden a olvidarse dos cosas fantásticas: fue la columna vertebral de infinitas pasiones lectoras y una de las pioneras del merchandising, del enriquecimiento del escritor por cosas que no son la escritura.

La vida de la autora es un caramelito para el psicoanálisis. O no. O un aburrimiento de tan fácil que resulta desentrañar su psique. Cuando tenía 12 años su padre se fue de casa, y gran parte de lo que vino luego es de manual: primero se culpabilizó del abandono y después trasladó esa responsabilidad a su madre, a la que no perdonó jamás. Dejó el hogar para estudiar Magisterio y no solo nunca regresó, sino que fingió e hizo creer a sus amigos, conocidos y después a su propia familia que sus padres habían muerto. Nunca paró de hablar devotamente de su padre y con desinterés de su madre, siempre en pasado.

Huérfana por elección, Blyton dedicó su vida a los niños, a los niños de los demás, fundamentalmente. Sus primeros escritos fueron didácticos, destinados a profesores y educadores en busca de guía, poemas y artículos sobre mitología. Se casó con el que fue su primer editor, Hugh Alexander Pollock, y se dedicó con férrea disciplina a escribir gran parte del día y a controlar su carrera al milímetro.

Pronto, la escritora echa por tierra hasta los cálculos más optimistas de producción literaria. Stephen King, un autor muy prolífico, recomienda en su libro sobre el proceso de escribir llegar a las 2.000 palabras al día. Blyton ponía sobre el papel a diario entre 6.000 y 10.000, acabando más de 700 libros. No es raro que una de las más dolorosas cosas que tuviera que escuchar fueran las serias dudas que tenían muchos de que todos fueran de su autoría. Se le acusó de formar y mantener un ejército de negros que producían libros de su estilo como churros y que alimentaban un mercado creciente de niños lectores, niños que eran fans y pedían activamente más, que le escribían cientos de cartas al día, desde todas partes del mundo, para reclamarle más historias de esto o de aquello, para rendirse ante ella, para desearle que ella fuera su madre, para contarle las aventuras que hubieran podido vivir entonces.

Los libros de Blyton son el mismo libro una y otra vez. En apariencia son fáciles de copiar, fáciles de escribir


Las razones por las cuales tiene sentido pensar que toda esa asombrosa producción había sido externalizada son las mismas que refuerzan la certeza de que ella y solo ella escribió esos millones de palabras: los libros de Blyton son el mismo libro una y otra vez. Por tanto, en apariencia, son fáciles de copiar, pero también fáciles de escribir. También explica en parte su éxito porque los niños, aunque se nos olvida, disfrutan repitiendo la misma historia, avanzando por terreno conocido, siendo capaces de prever lo que va a pasar y, pese a todo, asombrándose cada vez.

Pensemos en Los Cinco, por ejemplo, una serie mítica de Blyton por el que tantos han transitado en la infancia. Abrir un libro de esos primos aventureros en la edad adulta es un billete al tedio porque no son de esas obras que admitan revisitas y menos en esta época irónica, sobrada, como de vuelta de todo. Son libros sencillos, con un lenguaje que nos parece ahora muy ceremonioso y un grupo de protagonistas que nos hacen rodar un poco los ojos, pero algo tienen, algo siguen teniendo para el grupo de los primeros lectores.

Como muchas de sus otras series, Los Cinco están protagonizadas por niños y los adultos son una cosa lejana y bastante amorfa que tiene poco peso en la historia a excepción de, digamos, los malos, hay aventuras que tienden a resolverse con un giro que suele incluir alguna clase de pasadizo secreto pero son experiencias seguras, hay un orden de las cosas, un camino que se sigue en cada libro y que no puede ser más clásico, con la absoluta certeza de que todo va a salir bien. Es, en fin, una aventura controlada: los buenos ganan, los malos pierden, la justicia triunfa, la libertad y el valor son recompensados, la lealtad pesa.

A todos y cada uno de los libros de la autora se les puede aplicar esa misma lectura, desde otras series para lectores más jóvenes, como Los Siete Secretos, hasta los del siguiente escalón, como los de los internados Santa Clara o Torres de Mallory, donde las aventuras propiamente dichas dan paso a los conflictos en el terreno reducido del colegio, a las riñas y travesuras juveniles, a los malentendidos y a los choques con la disciplina.

Blyton sufrió mucho por las acusaciones de que no escribía ella todos sus libros. También por el hecho de que la BBC ignoró durante más de una década su arrollador éxito comercial y la condenó al ostracismo por su dudosa calidad literaria. Aunque insistía en que no le importaba, que lo que quería —el aprecio de los niños— lo tenía, lo cierto es que hay mil pruebas de que ese mirar para otro lado le dolía. La BBC solo se rindió tras miles de cartas infantiles pidiendo que su escritora favorita saliera por la radio al igual que hacían otros autores.

Al público siempre lo tuvo de su parte. Para ellos organizaba grupos de lectura, pequeñas fiestas de té y cuentos en su propia casa en la que niños con los ojos bien abiertos escuchaban un relato nuevo o el mil veces leído; también clubes y ofrecía colecciones de pegatinas o chapas. Blyton aprendió a fidelizar a sus lectores con variados productos de forma pionera, un sistema sofisticado que sirve de base para lo que vemos ahora, cuando no resulta tan extraño llevar camisetas o carteras de autores que no se han leído.

En gran medida, la imagen actual de Blyton como mujer egocéntrica, fría y cruel la tenemos gracias a la descripción que de ella hace su hija menor, Imagen, que ha dejado claro cómo ella y su hermana, Gillian, molestaban a la escritora, cómo no podían ni acercarse cuando estaba escribiendo o con sus fans. Contemplaban las fiestas con sus lectores, de su misma edad o menores, desde la lejanía de las escaleras, jamás estaban invitadas.

Trascendieron a su muerte detalles jugosos para los periódicos, pero con poca importancia real, como que tuvo un romance con la niñera o que solía jugar al tenis desnuda, pero también otros que dan fe del carácter de la autora. Convenció a su primer marido de concederle el divorcio por su infidelidad, aunque amantes tuvieron ambos, a cambio de dejarle ver a sus hijas cuanto quisiera. Cuando se casó con el cirujano Kenneth Fraser Darrell Waters, sin embargo, lo borró de su vida, jamás le dejó acercarse a las niñas, rompía sus cartas y las obligó a llamar "papá" a su nuevo esposo. Cuando también el exmarido se casó en segundas nupcias, forzó su despido de la editorial, amenazando con irse a otra con sus grandes éxitos y se aseguró de que jamás volviera a conseguir trabajo en el sector. En esa ficción en la que le gustaba vivir, como si siempre pudiese manejar su relato, borró su primera matrimonio como si nunca hubiera existido.

La compartimentación, esa capacidad para ignorar lo que desagrada con el objetivo de centrarse en lo que importa, es una característica clara de la inglesa igual que lo es de muchos artistas de vida censurable, desde Woody Allen a Picasso. Se trabaja a destajo porque se abstrae uno de lo que no funciona. A Blyton le sirvió para construir alimento para millones de lectores que, a medida que se pasaban a los primeros sólidos, los libros en los que el texto ocupa más que los dibujos, se sumaban a su secta. Sigue vendiendo unas ocho millones de copias al año, acólitos nuevos que ignoran toda su incorrección política, con sus malos extranjeros, su ausencia de razas que no sean la blanca y su insistencia por retratar a las niñas corajudas y no relamidas como marimachos, y se quedan con el terreno conocido de sus aventuras, sus puntos británicos de sandwiches de pepino y pollo frío y esos mundos donde los mayores solo son ruido al fondo, en esos libros firmados todos, da igual en el idioma que sea, con la marca de la casa, nombre de su puño y letra con dos rayitas debajo. Una firma casi de niña.

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