En busca de la felicidad con 'Irrational man'

La sucesión de letras blancas estilo windosor sobre una pantallla en negro, es ya una marca de la casa, y del preámbulo gozoso y expectante de que estamos ante una nueva película de Woody Allen. Un acontecimiento anual que en la cita de este año, titulada 'Irrational man', sirve, además, para celbera ocho décadas de vida del director neoyorkino y la prueba palpable hasta y hasta explicada en el propio filme de la imperiosanecesidad de tener un desafío para seguir sintiéndose vivo. Un desafío anual en forma de película como manera de alcanzar la felicidad
Fotograma de 'Irrational man'
photo_camera Fotograma de 'Irrational man'

DOS PERSONAS manteniendo  una  conversación. Así podría resumirse de manera feroz el cine de Woody Allen. Bien durante un paseo por Central Park, bajo el puente de Brooklyn, en un apartamento de Manhattan, a las orillas del Sena o, como en su última película, Irrational man, en un campus universitario. El cine de Woody Allen se lleva construyendo a través de la palabras desde que estrenara en 1969 Toma el dinero y corre. Frases, diálogos, casi manifiestos de una manera de entender la vida y de relacionarse con ella para, precisamente, intentar llegar a comprenderla. Todo el cine de Woody Allen, si se puede englobar bajo una pretensión, esta es la de buscar respuestas a las preguntas que la cotidianidad nos plantea casi a cada minuto como esos seres que somos repletos de miedos, lamentos, complejidades, frustraciones, deseos e inseguridades. Este itinerario de posibilidades se carga sobre los hombros de este hombre enjuto, con aspecto de despistado, pero cuya carrera cinematográfica se muestra como una de las más sólidas y singulares de los últimos cuarenta años. En Irrational man nos encontramos de nuevo con eso que se ha dado en llamar el mejor Allen, ese que da vueltas como un ratón enjaulado en su rueda a elementos como el azar, el destino, las relaciones humanas y todo ello con una profunda carga intelectual, seguramente, el mejor camino para encontrar el alivio a todas esas pesadas cargas. La historia de un profesor de filosofía, hastiado de la vida, agotado física y mentalmente, que llega a un campus universitario para impartir un curso y al que una casualidad pone ante la oportunidad de hacer algo que llene de interés su vida. Tomar ese camino, en cierto modo irracional, lo convertirá en un hombre nuevo, en alguien completamente diferente al que era tan solo unas horas antes. Y es que la vida está repleta de pequeñas o grandes decisiones que condicionarán nuestro devenir, que marcarán nuestra postura ante lo que nos rodea, incluidas esas otras personas con las que compartimos momentos, experiencias, relaciones, satisfacciones o insatisfacciones.

Woody Allen, que como siempre deja mucho de sí mismo en sus protagonistas, y más desde que abandonó la interpretación en A Roma con amor, parece querer explicarnos que a sus ochenta años el acto creativo de hacer películas es lo que le hace feliz, la auténtica explicación para dar sentido a cada uno de esos años que va sumando a su biografía, el acto catárquico —al igual que en la película— que le hace desayunar intensamente, pasear por la vida con optimismo, disfrutar del sexo y asomarse al mar con la esperanza de seguir así muchos años, buscando la felicidad en forma de películas.

"Estamos, en su carrera, ante lo que podríamos considerar una 'vuelta al orden'. Nos reconciliamos con Woody Allen y con los 80 años que cumple"

En su anterior trabajo, Magia a la luz de la luna (2014), ya se planteaba esta misma situación, pero al ambientarse en un escenario tan bucólico como la Costa Azul francesa, y con unos protagonistas que se dedican a la magia y al escapismo o a contactar con espíritus, parecía que el tema no se trataba con la fuerza que sí toma en ‘Irrational man’, en la que los argumentos filósóficos de los Kant, Kierkegaard, Husserl o Sartre, junto a la literatura de Dostoievski tensan las cuerdas de los protagonistas de una manera en la que solo el humor —siempre el humor—, tomado como una pequeña dosis de veneno, al que nuestro cuerpo ya se ha ido acostumbrando, permite que afrontemos las complejas situaciones de la película de una manera más relajada. Ese bálsamo facilita, como suele suceder en las películas de Woody Allen, salir del cine con la conciencia relajada y satisfechos de haber invertido nuestro dinero en una entrada para ver una película de su autoría, aunque en ella haya temas de fondo como el alcoholismo, la autodestrucción, la infidelidad, el asesinato o las cuestionables decisiones de la Justicia que podrían haber provocado que la película derivase hacia un drama de consecuencias épicas. Pero eso no es lo que busca este creador de sueños, este mago que desde joven buscaba en la oscuridad del cine la alegría generada por ese haz de luz proyectado sobre una pantalla que llenaba sus ojos de historias maravillosas. De bailes como los de Fred Astaire o Ginger Rogers, de risas como las de los Hermanos Marx, de despedidas como las de Casablanca, de balas humeantes como las de James Cagney, de piernas como las de Rita Hayworth... en definitiva, una manera de dejar las miserias de la vida con un palmo de narices en la puerta del cine. De hecho, a estas alturas de la vida, a eso es a lo que aspira el creador de Manhattan, a que el dinero de nuestra entrada no lo entendamos como un dinero desperdiciado.

El equilibrio permanente entre drama y comedia también es el ambiente propicio para la que fue la gran interpretación de Cate Blanchett, otra inolvidable mujer en su universo actoral femenino y merecedora de un Oscar, Blue Jasmine (2013). De nuevo otra historia de un ser devastado y al límite que debe reinventarse para generar una nueva expectativa de vida. Otra gran película que renueva el talento de Woody Allen tras unos años anteriores, desde la maravillosa ‘Match Point’ (2005) —y salvando ese bendito delirio que es Midnight in Paris (2011)— e os que se adivinaba a un director confuso, casi renunciando a su identidad, acuñada tras décadas de películas inolvidables y que parecía haber agotado su imaginario con proyectos europeos que, a parte de unos buenos réditos económicos para su producción, poco aportaban a su carrera.

Estamos, en su carrera, ante lo que podríamos considerar una ‘vuelta al orden’, como la que definió la escena pictórica en el periodo de entreguerras. Al fijarse la atención de una manera más decidida en el ser humano, recuperando su figuración tras la extrañeza. Estos tres últimos trabajos reconcilian con Woody Allen y con esos 80 años que cumplirá el 1 de diciembre. Paseando por ese bello campus universitario, asomados a los inmensos ojos de Emma Stone mirando embelesada a su admirado profesor de filosofía, Joaquin Phoenix, reconocemos la calidad de unos diálogos con el trasfondo en muchos de ellos de calibrar las conductas humanas en nuestra sociedad, en la que un ingrediente puede hacer saltar todo por los aires, el azar. Un caprichoso elemento surge tranquilamente al escuchar una conversación ajena en un café, como nos puede suceder a cada uno de nosotros y como le ocurrió al propio director para inspirarse en este guion. Ese azar seguirá jugando con nosotros como marionetas en un guiñol para movernos en una dirección que, aunque la creamos correcta, quizás no lo sea, obcecados como estamos por encontrar algo que otorgue sentido a nuestras vidas, más aún, cuando éstas se encuentran al límite.

Afortunadamente nos siguen quedando septiembres con Woody Allen en los que retomar una cita anual que los amantes del cine entendemos casi como terapéutica. La confirmación de que todavía se puede hacer buen cine a partir de unas ciertos componentes clásicos readaptados a la sociedad actual. Salir de visionar cualquier película suya es asistir al desarrollo de una historia, algo tan difícil de ver en una sala de cine, en la que cada vez se cuentan menos historias de personas y encontrar que en su interior, pese a esa tranquilidad en su narración, y a la apariencia de comedia, se oculta toda una carga de profundidad para intentar comprendernos a nosotros mismos. Quizás el único camino posible hacia la necesaria consecución de la felicidad que, en el caso de Woody Allen, se renueva año tras año, película tras película.

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