Encuentro con Chejov

"Toda su obra está en el relato de la dama con el perrito, la casada aburrida que pasa unas vacaciones en Crimea y allí tiene lo más parecido a un trozo de vida, está más frustrada aún que otros personajes porque es una mujer en la Rusia del siglo XIX"

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IBA EN un tren desde Rostov del Don hasta Taganrog, en el mar de Azov, una especie de mar secreto, que es una antesala del mar Negro, un mar doméstico, un mar de andar por casa, como los que quería Chejov, que tal vez no nació allí de casualidad, y llegué a una ciudad modesta, con casas de madera, con pocas pretensiones, con escasas actitudes heroicas, una pequeña ciudad perdida al sur de Rusia, al final de las estepas infinitas en las que se entusiasmaba Marcelo Mastroiani en Ojos verdes, la película de Mijalkov inspirada en La dama del perrito de Chejov, esas estepas donde una vez Rilke vio un caballo enganchado y cojo que sin embargo quería explayarse por la llanura en vitalidad imposible y Rilke lo miró con ojos visionarios y se lo contó muchos años después con la misma fuerza a Lou Andreas Salomé, y me encontré con la casa de Chejov, una casita de madera verde, de solo planta baja, donde los muebles estaban repartidos por las habitaciones con un cuidado especial, con un fervor silencioso, y yo alucinado daba vueltas por aquellos espacios, y no me podía creer que estaba allí, que estaba pisando el mismo suelo donde Chejov compadeció la miseria humana y concibió a sus personajes desilusionados, aplastados por la vida, como la gaviota, el Tío Vania, el escritor famoso que por momentos en mitad de la noche se da cuenta de que no es tanta cosa, el hombre que ha callado sus sentimientos durante toda su vida y luego tiene que seguir callándolos. 

Chejov era un médico de provincias en el Imperio Ruso, se dedicaba a aliviar a la gente, conocía todo tipo de miserias humanas, los vicios secretos, y no podían irle con hipocresías y con grandes palabras, sabía de los humillados y de los que pierden sus ilusiones, de los que ven marchitarse los cerezos o de las gaviotas que no pueden remontar el vuelo, no le engañaban las grandilocuencias ni las grandes palabras, observaba con humildad los pequeños signos de la vida, captaba los movimientos sutiles, los gestos que hablan, cuando veía sensacionalismos los ridiculizaba sin ambages, porque para él bastaba con observar, hacer apuntes mínimos, cortar unas pocas palabras intensas, como diría nuestro Antonio Machado. 

Lo vi en Taganrog, una pequeña ciudad cerca del mar Negro, allí está la casita de madera verde, recorrí emocionado los cuartos, la mesa donde él se apoyaba, el chinero donde estaba el samovar, la cama con los visillos levantados, pequeños detalles en los que él encontraba las pulsaciones, recorrí las salas, una empleada me hizo un gesto de que podía saltar el cordón y acercarme a la cama como si me concediera a mí solo hacer una foto y me sentí ilusionado, después vi que le hacía el mismo gesto a otro visitante que venía detrás, y sentí que yo también estaba en un relato de Chejov, como el enfermo al que van trasladando de pabellón poco a poco para acercarse sin darse cuenta a la muerte, como la dama del perrito en el balneario. 

Toda su obra está en el relato de la dama con el perrito, la casada aburrida que pasa unas vacaciones en Crimea y allí tiene lo más parecido a un trozo de vida , está más frustrada aún que otros personajes porque es una mujer en la Rusia del siglo XIX, porque está sola, acompañada solo por su perrito, en las playas ilusas del mar Negro, toda esa ilusión de vitalidad estará en los gestos que hace Mastroiani en la versión cinematográfica del cuento, porque los eslavos aunque sean de Chejov han de ser apasionados como los de Dostoyevski, y luego sigue la tragedia callada de la mujer y de lo que no se realiza, el hombre va a Moscú a buscarla y allí no puede continuar la historia de amor porque todo son prejuicios sociales y atonía, es una especie de tragedia en mi menor, Chejov a menudo suena un poco como Chopin. 

Y es el mismo fracaso que tiene la gaviota, que no puede llegar a ser actriz, y el médico del pueblo que no puede amarla, y la gran actriz egoísta que descubre finalmente que no ha hecho nada, y el escritor tan famoso que solo ha escrito palabras huecas, y el tío Vania perdido en sus intentos y sus melancolías, que se sacrificó por la familia y dejó de vivir, que se sacrificó por hinchazones sin contenido, por esas almas muertas que se encuentra Gogol en su recorrido por Rusia, es la vida de tantos ofendidos de Rusia de los que hablaba Dostoyevski, pero también la de tantos ofendidos que en el mundo entero esconden su vida en fracaso y soledad, que mueren sin haber tenido un orgasmo, que esperan que su vida la salven los fantasmas o las meigas, es la vida de tantas gaviotas que nunca volaron, que ni siquiera conocieron los puertos, pero que a veces nos emocionan con solo intentar levantar las alas.  

Había leído a Chejov en tantas coyunturas de mi vida, y me fascinaba con su tono justo y sin retóricas, hondo y con aliento, el que intentó continuar en sus relatos Katherine Mansfield, que fue otra gaviota errante y fracasada, como el mismo escritor ruso que intentó encontrar algo de esplendor auténtico en Niza, una brisa de verdad que llegase del Mediterráneo, igual que él intentaba sacar una brisa a las palabras, y nunca quiso falsificarlas, quiso sacar respiración auténtica de ellas, y despreciaba el simbolismo que triunfaba en toda Europa en su tiempo, y yo amaba el simbolismo con su prurito de escapar de la vulgaridad y las limitaciones, de buscar la pasión escondida en la vida, pero él tenía derecho a desconfiar de las grandes concepciones, de lo que consideraba impostado, de las imágenes ambiciosas, tenía su derecho a encontrar el espíritu y la vibración en los gestos más humildes y más despojados, de leer lo que dicen las arrugas en las caras de los viejos o las cadencias de las palabras en sus frases más descuidadas, tenía razón en considerar la Tierra y la vida de las gentes trituradas por la Historia como llenas de significado y de alma maltratada, como hicieron los escritores del 98 español con la intrahistoria, como lo hizo otro tipo de simbolismo en el que Chejov podría paradójicamente enmarcarse como Antonio Machado, y por eso me emocionaba tanto aquella mañana entrar en su casa en Taganrog, mirar el samovar encima de la mesa como si estuviese a punto de ofrecerme té, el samovar que es un objeto tan humilde y que sin embargo atraviesa toda la literatura rusa como una palabra repleta de reminiscencias y de latidos.

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