¡Esa derrota es mía!

CADA AÑO QUE pasa, el catálogo de perdedores del Nobel de Literatura adquiere el expresivo fulgor de una de esas viejas reputaciones que nada puede hacer tambalear, como el día que el capitán Scott pasó a la historia por no haber conquistado el polo Sur. En su caso, la gloria de cualquier héroe pasado o futuro no empañó la épica de su fracaso, que incluso le acarreó la muerte, no sin antes escribir algunas cartas para dejar constancia de lo orgulloso que lo ponía morir en mitad de la fría nada. La disputa por hacerse con la derrota en el último instante y quedarse sin el reconocimiento de la Academia sueca es más encarnizada que nunca. Palpita una belleza crónica en ese afán por perder que a mí me sabe a novela de Juan Carlos Onetti cuando sus personajes están sentenciados, saben que no hay esperanza y viajan hacia la herrumbre humana como fantasmas. Me gusta chuparlo como si solo fuese un helado de muchos sabores con un secreto dentro.

Pocos escritores insignes renuncian a formar parte del pelotón selecto de los que obtienen las hieles del olvido. En algunos seguramente resuenan las primeras palabras que articuló Samuel Beckett cuando le comunicaron desde Estocolmo que era el nuevo Nobel. Él y su mujer se habían perdido por Túnez, para encontrarse, pero la Academia -y eso es maravilloso- siempre tiene el número del teléfono más próximo. Beckett tomó el auricular, escuchó lo que tenían que anunciarle, y cuando colgó miró a su mujer y dijo: «Ya nos han jodido. ¡Qué catástrofe!».

Existe un tipo de derrota, como en el caso del galardón sueco, que te exime de la esclavitud que presintió Beckett, y que no te priva de la inmortalidad. Ahí están John Cheever, James Joyce, Francis Scott Fitzgerald, Bernard Malamud, Borges, Perec, Rulfo, Onetti, Virginia Woolf. Cada vez que se habla del Nobel se habla de ellos porque no lo recibieron. Después de todo, tal vez llevase razón el duque de Wellington, que tras conducir a los aliados a la victoria en Waterloo, redactó un sombrío informe sobre el hosco significado del triunfo. Al contemplar el campo de batalla sembrado de cadáveres con las tripas esparcidas no pudo menos que comentar que «aparte de una derrota, no hay nada más triste que una victoria».

El Nobel proporciona un calor inmediato, sí, casi hogareño y antiguo. Pero ¿y después? El vértigo de la gloria dura un día, un momento, ¿y los demás días? ¿Acaso no hay que seguir viviendo en las jornadas, meses, años venideros? Cosa distinta es que inmediatamente después de vivir un día de lo más feliz entre el resto de ganadores, un buen número de ellos ya muertos, vayas también tú a fallecer, para que la felicidad no remita un ápice. Eso recuerda mucho a Jules Renard, que en sus diarios imagina lo hermoso que sería el segundo en que el reo tiene la cabeza en la guillotina, y antes de que se precipite la cuchilla, se produce un silencio. «Un guardia saldría de las filas y entregaría un sobre al verdugo, y este le diría al condenado: «¡Es tu indulto!». Y haría caer la cuchilla. Así, el condenado moriría feliz».

Es difícil renunciar a ciertas derrotas. Rara vez te va mal después de sufrirlas. ¿O alguien imagina a Carol Oates o Philip Roth, con los libros que han escrito, infelices porque pese a ellos no los premia la Academia? Solo hay que recordar los efectos de la entusiasta acogida de ‘El mal de Portnoy’ (1969). El éxito fue tan estruendoso e incontestable, y se produjo a una escala tan enloquecida, que incluso se vio obligado a huir de Nueva York para vivir en un pueblucho de mierda, donde fuese un desconocido.

Las buenas derrotas te proveen de una elegancia que, cuando eres lo bastante buen escritor, ningún éxito mejora. Ahí está Francis Scott Fitzgerald. Por qué nos fascina tanto, si no es porque sus personajes -y él en persona- son tipos que ascienden, tocan la gloria y, como si les decepcionase ese tacto, se precipitan al fracaso autodestruyéndose. Aunque sin perder nunca la elegancia. Entre la correspondencia del novelista con el doctor Oscar Forel, psiquiatra suizo que había tratado a su mujer Zelda, hallamos una carta que revela a las claras cómo algunas personas no pueden renunciar así como así a sus derrotas personales. «El hecho de que haya abusado del alcohol -escribe el autor de ‘Suave es la noche’- es algo que quizá deba pagar con el sufrimiento y la muerte, pero no con la renuncia. Para mí sería tan trágico como abandonar el sexo para siempre porque contraje una enfermedad. No puedo considerar una pinta de vino al final del día sino como un derecho del hombre».

Definitivamente, hay cosas más importantes que ganar el Nobel. Una de ellas bien puede ser no ganarlo, lo que a veces resulta tan o más difícil.

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