Escribir en Nueva York

SOY UN DEFENSOR a ultranza de los gestos absurdos. Son ese tipo de lujos para ricos que nos damos la gente pobre. Proporcionan carácter y, en el fondo, traslucen una inteligencia agreste, como una viñeta de El Roto, que con apenas una frase estrambótica te baja los pantalones. Cuando me cruzo con un gesto de esa naturaleza salgo a contarlo enseguida, sin dilación, casi con violencia. A veces coincide que estoy en calzoncillos y bajo tal cual a la calle. Tengo ya esa edad en la que sé que hacer el ridículo es otra cosa, y en todo caso, no es grave. Se trata de una desesperación que podrías evitar, pero para qué exponerte al riesgo de olvidarlo. No sé ni cuantas veces se me han ocurrido, mientras me ducho, frases perfectas, y por no arriesgarme a una caída al salir a la carrera de la bañera para apuntarla, sin secarme, se me olvidan.

Las cosas importantes, aunque sean muy absurdas, no son absurdas en absoluto. Ni siquiera son importantes. De ahí su trascendencia. Conviene anotarlas sin pérdida de tiempo, igual que la fecha de tu boda. En una ocasión Juan Carlos Onetti se despertó de la siesta y le preguntó a su amigo Horacio Varela, que estaba con él, si lo había oído hablar en sueños. Era habitual que el escritor balbucease sus historia en alto, mientras dormía. «No, don Juan, no le he oído decir nada», respondió Horacio. «Qué lástima. Era un cuento perfecto. Se me ha escapado para siempre», dijo Onetti apenado, y siguió en la cama varios años más.

Hace una semana, de visita en Madrid, fui a ver un partido de España a casa de unos amigos que no conocía. Cuando entré en su vivienda y los vi, después de una vida sin saber nada de ellos, me parecieron excombatientes de la primera Guerra del Golfo de vacaciones en una isla del Pacífico, con todas las comodidades a su disposición. Todos llevaban la locura y la felicidad en los ojos, e inmediatamente pregunté dónde había que alistarse. Fue una noche gloriosa. Cuando me di cuenta, España ya perdía 1-5, pero no tenía demasiada importancia. Bastante preocupaciones tenía yo con escribir la biografía de León, uno de los exmarines, en el teléfono móvil. Me dio tiempo a registrar cuatro frases, suficientes para recordar que hace un par de años León escribió su primera novela, titulada ‘Perfectopía’. En lugar de sentarse y empezar en caliente, prefirió demorarse en gestos absurdos y fríos, como si las prisas fuesen malas. Primero alquiló un despacho a las afueras, pues vivía en el centro de Bonn, y eso perjudicaba la objetividad del relato, y quizá también la música de la novela. Después, para acudir cada día al despacho y escribir, se vio obligado a comprar un coche último modelo. Eligió un Mini.

No había escrito la primera frase y ya se había gastado veinte mil euros crudos. ¿No es un gestazo? A veces la literatura exige cierta comodidad. Hay novelas que se escriben en despachos profesionales, bien iluminadas, con aire acondicionado, y un cuidado mueble-bar, en el que poner a refrescar el champagne, y novelas, como ocurre con ‘Mientras agonizo’, de William Faulkner, que se escriben -suponiendo que sea verdad- dándole la vuelta a una carretilla para apoyar los folios, y quitándose la camiseta.

Es muy fácil decir, como afirmaba Faulkner, que todo lo que se precisaba en su oficio eran papel, tabaco, comida y un poco de whisky barato. Discrepo. Yo estoy con León. Cada vez más, para escribir a gusto, empiezo a necesitar un buen apartamento, a poder ser en Nueva York, con vistas a Central Park, y bebidas más o menos sofisticadas servidas por mi propio camarero, trasladado desde Europa. No me vale aquello de Stephen King, que en sus primeros años, en un día normal de trabajo, no redactaba un verbo sin acudir antes a la cerveza. Un periodista, para quedar bien, le quitó hierro a eso de beber un botellín, y King, para devolver las cosas a su sitio, precisó: «Es que me tomaba una caja diaria, 24 o 25 latas…».

En esencia, la literatura son gestos. Dos días después del partido de España volví a quedar con los combatientes del Golfo para repetir la felicidad. De pronto, en mitad de la comida, alguien citó a Fernando Pessoa, y Miguelito, como surgido del frío -no en vano estábamos a 30 grados-, prorrumpió en un gesto absurdo contra los poetas que escribían en verso libres. «¡Pero qué pollas ha hecho Pessoa en la vida! ¿Cambio de renglón sin rimar y soy poeta?», preguntó con un cinismo afilado contra una piedra lentamente. Fue inevitable no ver en Miguelito una sombra de Philip Larkin aquel día que dijo que «la idea de expresar sentimientos en líneas cortas con sonidos similares al final me parece tan ridícula como la de que haya mangos en la Luna».

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