Escupir cáscaras de pipas

UNO DE LOS placeres de esta vida, y de la otra, es perder el tiempo en paparruchas cuando tienes algo importante entre manos. Nada se iguala a esos angustiosos minutos, cuando debes entregar un artículo, por ejemplo, y estás tan confuso y andas con tanta prisa que prefieres posponerlo y distraer tu atención con cualquier ridiculez, aunque sea leer a Víctor Hugo. La distracción funciona como desbloqueante, imitando a esos días que no le ves sentido al futuro, y le das el primer trago al gin-tonic. Te sabe a playa, a París, a tercero de BUP, a novela de John Fante, a libreta nueva. De pronto, ves la oscuridad clarísima, y todo encaja, como si existiese algo llamado «la perspectiva de la ginebra». Para ganar tiempo, y que los planes salgan bien, a menudo hay antes que perder las horas miserablemente, como cuando te sientas en un banco del parque a escupir cáscaras de pipas y mirar al infinito.

Mi sueño preferido de los últimos meses es bajarme al bar, emplear un par de horas en la barra, y que al volver a casa la columna de El Progreso esté escrita. No es tanto pedir. A menudo el mérito no es escribirla sino enviarla de cualquiera manera y que acepten su publicación. Cada época genera sus quimeras. Hay otro periodo de tu vida, cuando tienes un trabajo decente, durante el que ensayas cómo salir de casa a toda prisa y dejar que transcurra media tarde entre librerías y cafés, para que las camisas con las que acudes a la oficina se planchen y cuelguen en el armario solas, como en los días que vivías con tus padres. Los asuntos de trascendental relieve y presteza invitan a dejarlos para otro momento, y ponerte con alguna memez. Es un movimiento no exento de riesgos. Corres el peligro de que incluso las memeces, tan divertidas casi siempre, te parezcan de repente una memez absoluta, y te precipites a la nada total. Me pasó hace años, viviendo solo, triste y feliz. Todo comenzó por una taza. Una mañana tomé el café delante del televisor, y cuando me di cuenta, ya llegaba tarde al trabajo. Salté de la silla, metí la taza en el fregadero y la llené de agua en contra del protocolo que seguía habitualmente: fregar, secar y guardar porque iba bien de tiempo. Luego salí a la carrera, mirando el reloj con la turbación de quien mira, desde la mitad de un paso sin barreras, cómo se acerca la locomotora.

Cuando regresé a casa a mediodía hice la comida, dispuse la mesa y almorcé como si no tuviese hambre, aburridamente. Al acabar introduje platos, cubiertos, sartenes y ollas en el fregadero, donde aún esperaba la taza. Primero dormiría una siesta en el sofá y ya luego, por fin, le metería mano a los cacharros. Una hora después me despertó la llamada de un amigo que me propuso una partida de squash. Acepté. Esa noche acumulé el plato, el vaso y los cubiertos de la cena, bajo la excusa de que mientras hubiese platos, vasos y cubiertos limpios, la vida seguiría su curso. Empleé la misma pauta con la ropa sucia. Me producía sopor activar la lavadora y tender la colada mientras en el armario hubiese ropa que vestir. Pasaron los días, y la acumulación de cacharros sucios y ropa sin lavar no hizo sino incrementar mi apatía. Pronto el abandono se trasladó a la despensa, de la que desaparecieron la leche, el café, el agua embotellada, las conservas, el queso o el jamón cocido. Cada vez que entraba en la cocina y veía la montaña de platos, o abría la puerta del trastero y contemplaba el montículo de ropa, resoplaba. Una visita materna por sorpresa me salvó la vida.

Rara vez la experiencia te sirve de algo, así que no tardas en incurrir en la idea de que las cosas importantes, urgentísimas, de vida o muerte, siempre pueden posponerse en favor de las peregrinas. Hay una novela de Antonio Di Benedetto, titulada ‘Los suicidas’, que me da la razón. En un momento dado, un personaje se encarama a lo alto de un letrero que sobresale de un edificio de ocho pisos. Amenaza con arrojarse al vacío. Parece una amenaza seria. Los bomberos tienden la escalera, y uno de ellos se aproxima al personaje. Hablan, pero nadie sabe el qué. La escena tiene a los espectadores tan anudados como ignorantes. «¡No me miren más! ¡Basta!», grita. El bombero recula por si acaso. Apenas baja, sube un policía. Decidido, llega a la cumbre y encañona con su arma al tipo que amenaza con matarse. El gentío suelta una exclamación universal. Si el suicida no depone su actitud, el agente se verá obligado a disparar. No parece que bromee. Esa es también la impresión que obtiene el suicida, que ante la posibilidad de ser liquidado por el policía, decide bajarse del letrero y posponer el salto mortal para otro momento.

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