Flores amarillas

"Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas..."
(‘Cien años de soledad’. Gabriel García Márquez)

«Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme», comentó en alguna ocasión Gabriel García Márquez. Esta semana el mundo entero, desde su Aracataca natal hasta el último rincón del mundo que quiso recordar al colombiano, vio como asomaban esas flores amarillas que, como la lluvia de su obra cumbre, propiciaron un manto desde el cual homenajear a uno de los escritores más importantes de nuestro tiempo. Uno de esos personajes que trascienden a la historia de un momento concreto para volverse eternos y que, paradójicamente, desde la fragilidad de una flor, aparecen simbolizados de la manera más eficaz posible.

Ni los grandes fastos fúnebres, ni los protocolarios discursos de los presidentes de sus dos patrias -México y Colombia-, ni los apasionados análisis de los críticos literarios, nada estremece más el alma que ver a sus modestos y anónimos vecinos de Aracataca sujetar unas pocas flores y sostener la edición de alguno de sus libros con sus rostros entre compungidos y emocionados. Pocas conquistas podrá realizar la literatura más hermosas que esa.

Esta semana Berta Dávila, una joven y a la vez extraordinaria escritora gallega (recuerden este nombre), contaba en las redes sociales como un vecino suyo cortaba unas modestas florecillas amarillas que, de manera silvestre, habían brotado con los primeros calores de la primavera en un pequeño terreno al que se asomaba desde su ventana y a cuya visión se había acostumbrado durante los últimos días. Ver aquellas flores le alegraba la jornada haciéndola más llevadera, su vecino, inconscientemente, al cortar esas flores, se llevó por delante un aliciente que podría hacer germinar la imaginación de esta escritora, quizás García Márquez si tuviera un vecino como el de Berta Dávila nunca habría alumbrado pasajes como el que nos sirve de introducción a este artículo. Y es que muchas veces esa imagen que funciona como punto de ignición de un relato surge del momento más inesperado, de una visión cotidiana o de un acto cargado de una sencillez que finalmente se revela como las alas necesarias para que un texto tome altura, gracias a su humanización y a su cercanía con nuestra especie.

A esas alas se refirió en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes otra flor inmarchitable, la escritora Elena Poniatowska: “Antes de Gabo éramos los condenados de la Tierra. Pero con sus ‘Cien años de soledad’ le dio alas a América Latina. Y es ese gran vuelo el que hoy nos envuelve y hace que nos crezcan flores en la cabeza”. Al tiempo que pronunciaba su discurso Elena Poniatowska deshojaba una margarita de cuyos pétalos pendían los desfavorecidos, las mujeres, el periodismo y la literatura. La escritora se subía al pollino de Sancho Panza desde donde, más cerca del suelo, se ven mejor las cosas que sobre los briosos corceles en los que algunos gustan de galopar.

Desfavorecidos que salieron estos días a las calles de sus aldeas para honrar a un hombre que los colocó en el mapa como ningún poderoso podría hacer. Muchos, sin apenas estudios, saben de los logros de su paisano y entre ellos también hay numerosas mujeres fuertes y generosas en su esfuerzo hacia la comunidad, pero con escaso agradecimiento por parte del colectivo, algo que también sucede en los palacios, y así es sonrojante comprobar como a lo largo de la historia solo 4 mujeres fueron reconocidas con el Cervantes por 35 hombres. Periodismo y literatura necesitan todavía mucho de esa lluvia de flores, una imaginación que nunca nadie podrá podar.

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