Franz Liszt almorzaba en Congo Square

Por las calles de Nueva York deambula todavía, desapercibida como uno de esos chicles pegados al asfalto que nutren la alfombra urbana, la indigente Lola Montes. La última noticia de aquella indómita odalisca fue que había sufrido un cortocircuito esquizofrénico.

EN JUNIO DE 1899, treinta y tres años después de su muerte, Franz Liszt almorzaba en Congo Square. Amenazadoras langostas sobrevolaban Nueva Orleans, colándose de cuando en cuando por las ventanas superiores del restaurante para morir tristemente descuartizadas por las aspas de los ventiladores. Aquel sonido era parte del tupido ensimismamiento con el que la humedad ungía allí, en aquel momento, el mapa vital de las tres de la tarde. El húngaro había concertado una cita a través de internet con una dama que presumía en sus credenciales cibernéticas de valentía y belleza, pero, en vista de que le había dado plantón, decidió finalmente comer solo. Después del postre se le acercó el camarero para preguntarle si deseaba alguna cosa más. Obtuvo éste como respuesta un escueto pero educado "Iced tea would be nice" («Té helado estaría bien»).

Mientras esperaba, un tanto amodorrado por la alta temperatura y el asiento en su estómago de la refección, aquellas palabras pronunciadas casi inopinadamente se enredaron en un bucle, en una concisa frase musical sin principio ni fin y con ritmo binario de ‘marching band’: "Iced tea would be niced tea would be niced tea would be niced tea…". Pero fuera, en esa misma plaza en la que antiguamente se reunían los esclavos para celebrar sus danzas, el cielo abotagado, clavado con un alfiler en espera de las ambrosías granas, anaranjadas y carmesíes, escuchaba panza arriba un ragtime. Mientras bebía su té helado, la imaginación de Liszt saltó de rama en rama y, olvidando el sinsabor de aquel plantón con el que no contaba, fue a caer en el recuerdo de aquella tarde en Dresde en la que no tuvo más remedio que encerrar con llave a Lola Montes en una habitación del hotel en el que se hospedaba.

Un sacerdote, persuadido de que aquella beldad no era otro que el mismísimo maligno, había reconocido, no obstante, su arrebatadora belleza. Tan afectos al pecado como empeñados en conjurarlo, a veces los eclesiásticos descienden al patio en que los mortales caemos presa de la fascinación. Luis de Baviera, y muchos otros, también se hincaron de hinojos ante los ojos azules de la bailarina, acostumbrada a corretear desnuda por las calles y curtida luego en revitalizadoras y edificantes experiencias como fugarse con hombres, viajar con nombre falso, ejercer de cortesana, contraer nupcias en flagrante bigamia u pergeñar un golpe de estado. Se preguntaba Liszt, embriagado ahora por los efluvios del ragtime que ya invadía el corazón de la tarde, si lo había hecho para huir de aquel demonio, cuyo nombre real había sido María Dolores Eliza Rosanna Gilbert, o para huir de sí mismo.

Las manos al piano, sobrevolando el ragtime con ojos de aeroplano, se fueron perdiendo para dejar paso a la ‘Mississippi suite’, compuesta en 1926 por Ferde Gofré poco tiempo después de haber orquestado la ‘Rhapsody in blue’, de George Gershwin, escrita originalmente para dos pianos. Las hermanas Labèque todavía la interpretan así, en riguroso blanco y negro. Dicen que, al contrario de lo que rezan los títulos de sus movimientos, la obra dedicada al gran río sureño no fue fruto de la admiración de Gofré por aquel paisaje, sino dictada desde el corazón tras conocer a una modista de la calle Orchids que ocasionaría su primer divorcio. Su padre le había advertido siendo adolescente que los caminos no llevan a Roma, sino a la mujer, que es el teatro en el que se ajusta silenciosamente el porvenir de la Humanidad. Ya en brazos de su segunda esposa compuso en 1931 otra suite que alcanzaría mayor notoriedad, dedicada esta vez, tras conocer in situ las maravillas que quería pintar con su paleta orquestal, al Gran Cañón. El reproductor se detiene ahora en ‘Cloudburst’, su quinto movimiento, y durante ese chaparrón que cubre con tela de acero oscuro las tierras bermellón cinceladas por el río Colorado, emergen, con asombroso parecido, efluvios del trabajo de las cuerdas en la obertura del ‘Tanhäuser’, de Wagner. La ópera fue estrenada en Dresde en 1845, apenas unos meses antes de que Liszt encerrase a Lola para despedirse por las bravas de aquel delirio. Su hija Cosima sería la fuente de los de Wagner, aunque para aquel entonces, en la década de los sesenta de la página decimonónica, ya había bebido los vientos por la señora Wesendonck. Cuánta razón tenía el padre de Gofré…

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