Fue bonito...

«DEPRISA Y MAL» es uno de mis lemas preferidos, ya desde la EGB. Cuando una tarea se vuelve farragosa e insípida esa locución funciona como una pócima, y deja escapar un ‘clac’ muy parecido al de las cajas fuertes al abrirse. La velocidad lo redime casi todo, aunque sin renunciar a crear sus propias enfermedades. Por lo pronto te aleja del aburrimiento antes de que no tenga remedio. Hay pocas cosas peores que la sensación brumosa que producen las labores anodinas, a las que te resulta difícil sustraerte, como hacer la cama, con embozo incluido, o cocinar para uno. Parece que no vas a acabar nunca de hacerlas. No me refiero solo a tareas domésticas. Cualquier cosa trascendental puede en un momento dado volverse insulsa, como acudir al médico porque te duele algo, o escribir la columna del día pegado a la actualidad, en lugar de enfilar uno de esos temas extemporáneos que tanto te apasionan, porque no vienen a cuento.

Cuando me enfrento a instantes así, rodados a cámara lenta, y que parece que te van a llevar una vida entera, apenas hallo fuerzas para decirme: «Hay que acabar pronto, Tallón». Solo te importa acabar, acabar desesperadamente, apretar el acelerador a fondo y buscar el fin de la tarea, aunque después del final solo exista un barranco de vertiginosas y bucólicas vistas, como en ‘Thelma y Louise’. Existe un minuto en cada uno de tus días en el que necesitas parpadear y, al abrir los ojos, estar lejos, en otro país. Ni que decir tiene que te conformas con estar en otra habitación. Te invade la angustia y sientes que lo único importante es finalizar lo que estás haciendo, sin importa demasiado cómo, y hacer otra cosa. Deprisa y mal está bien. Te vale.

Algunas noches, cuando me meto en la cama a las nueve, me acuerdo del comienzo de ‘Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce’, la novela que Roberto Bolaño escribió a cuatro manos con A.G. Porta: «La muy puta conducía a toda velocidad». Es uno mis comienzos preferidos. La sola frase levanta una ventolera refrescante y veraniega. Te hace creer que vas en moto y desciendes por esa carretera endiablada que conduce al Casino de Mónaco, a donde acudes un par de veces al año a apostar a la ruleta y perderlo todo. La velocidad vuelve menos traumática la bancarrota. Tenías unos ahorros, los arriesgabas apasionadamente, de pronto no tenías nada, fin. ¿Dónde está el trauma? A veces las cosas mal hechas bien parecen. «Fue bonito», dices cuando piensas en cómo acabó todo, deprisa y mal, pero efervescentemente.

El error se cura. Apenas hay que tener un poco de paciencia. La historia es una eterna repetición de errores, una búsqueda del despropósito perfecto, invisible, que el día menos pensado te pone en bandeja el éxito. César Aira, de quien nadie acierta a señalar cuántos libros ha escrito, porque publica tres o cuatro al año, algunos en editoriales que ni siquiera él conoce, es partidario de escribir deprisa, sin mirar atrás. Escribir a la fuga, en cierto sentido, huyendo de la cárcel, o como si acabases de atracar el Bank of the West, en un pueblucho gélido de Dakota del Norte, cerca de la frontera con Canadá. Eso proporciona un aire inesperado a su estilo. «Si cometo un error, si una página me sale mal, nada de cambiarla. Sigo adelante y no corrijo. A veces siguiendo adelante los errores se capitalizan y dejan de ser errores». Es como decir que la velocidad proveerá, y no Dios. En el fondo así es.

Con el tiempo y la celeridad, los viejos errores adquieren aspecto de acierto. Más a menudo de lo que creemos, lo ocurrido entra en la categoría de lo inventado. Lentamente, la historia cobra apariencia de género literario. En el instituto, cuando todo lo referente a los temarios me parecía farragoso y ligeramente estúpido, nunca admiré tanto a los repetidores como cuando cogían el examen, ponían su nombre y lo entregaban en blanco. Era su forma sutil de decirle al profesor que el año que viene repetirían de nuevo y volverían a verse. «Deprisa y mal», recitaba para mí, con envidia. Naturalmente, cosechaban un cero, pero qué cero, señores y señoras. Su Majestad el Cero. En esa partícula de segundo, cuando lo mandabas todo a la mierda, y solo deseabas abandonar el aula, manejabas la certeza de que estaba en juego la felicidad de la siguiente media hora. Y esa agradable sensación era algo mucho más importante que tu futuro. Yo solo tuve una vez el coraje de entregar un examen en blanco. Estaba harto de la asignatura y del profesor y feliz porque esa tarde había llegado la primavera y podría ir a tirarme a la hierba. Escribí deprisa y mal mi nombre y dejé en la mesa el examen vacío. Pero el cura era tan hijoputa que me puso un cinco.

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