Ginsberg en la jungla maya

"Creer que Palenque era el París de los mayas, que allí hubo una vida refinada y elegante y artística..."
Allen Ginsberg
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ESTÁ BIEN caminar bajo la lluvia en Palenque, y ver las viejas pirámides entre la jungla, y entrar en la tumba de la Reina Roja, con el interior pintado de rojo, y asomarse al Templo de las Inscripciones, tratar de distinguir algunas en la escalinata, distinguir un pez misterioso, pensar que ahí enterraron al rey Pakal que levantó todo esto, que lo vimos en el Museo Nacional de Ciudad de México con su cara de jade, y recordar que por aquí estuvo Allen Ginsberg, y comentó en su diario que parecía una pintura china, y le escribió a Neal Cassady que había atravesado Chiapas borracho en autobuses, y pasear bajo la enorme variedad de árboles, e ir distinguiendo las construcciones entre la niebla, y escuchar a los monos aulladores que parecen jaguares furiosos, y acordarse del poema Siesta en Xibalba, que luego publicó en el libro Sandwiches de realidad, Xibalba es el inframundo de los mayas, el mundo de los Nueve Noches de la Noche a los que convenció el rey Pakal, recordar que tendido en la hamaca de una amiga norteamericana sintió un contacto con la vitalidad del cosmos y con la eternidad y se sintió a sí mismo mirando las estrellas y vio como una foto fija para siempre sus fiestas en Nueva York rodeado de amigos y de excéntricos, y le pareció como un apocalipsis de sintaxis imposible.

Y descansar un poco del furor de la lluvia, y tener cuidado con los niños que te rodean y se ponen a tu espalda para ver si pueden birlarte algo, y tomar una cerveza en el restaurante de la entrada, y salir otra vez para ver el Palacio, con sus buhardillas, sus cresterías en lo alto, su abundancia de huecos, su torre destacada de ventanas enormes, que le dan al conjunto un aire ligero y refinado, creer que Palenque era el París de los mayas, que allí hubo una vida refinada y elegante y artística, y luego todo se lo tragó la jungla durante siglos, hasta que vinieron exploradores locos, y teóricos locos que hablaron de la Atlántida y los extraterrestres y los viajes astrales, y un falso conde polaco que vivió en lo alto de una pirámide, y recordar los versos de Ginsberg, como habla de no hacer nada en una hamaca, entregarse a todo, solo leer encima de unas palomas que copulan, sucumbir a la tentación cósmica, y cruzar el río, ver otras pirámides más allá de los árboles, subir a ellas por los escalones altísimos que agotan a uno, encontrar al dios que fuma y al dios que manda callarse, vagar entre la pirámide de la cruz en forma de hoja, y la del sol, y la de la cruz, y maravillarse ante esos árboles de tronco rojo que llaman Indio en Cueros pero yo llamaría Árbol de Sangre, y llegar al grupo norte donde hay más pirámides, y seguir el río que desciende entre espesuras, a llegar a la cascada increíble que se llama El Baño de la Reina, como un yacuzzi gigantesco, pensar otra vez: sí, esto era refinamiento, esto era París, aquí no pensaban mucho en conquistar territorios ni en torturar enemigos, el juego de la pelota donde se mataba a los perdedores apenas se distingue, aquí había artistas y goce de vivir y apreciar el instante en medio de los excesos de la jungla.

Y pensar que Ginsberg enloquecía en su hamaca, se sentía observado por toda la selva y por todos los insectos, y pensaba en Nueva York mientras medía su destino en la selva, vagaba solitario por la naturaleza desaforada, sentía su alma romperse, tenía una sensación del vasto movimiento de la divinidad, y sentir algo parecido en mitad de estos edificios que se confunden con la niebla y la espesura y la vastedad de la vida, estos edificios que se tragó la jungla llenos de fantasmas y sombras, y pensar en la Reina Roja vagando junto al río que atraviesa la ciudad misteriosa como el Sena cruza París, y pensar en el rey Pakal que allá abajo en el fondo de su pirámide ahora charla con los Dioses de la Noche aunque le llevaran su ajuar impúdicamente a Ciudad de México, y decirse los versos de Ginsberg: "Mientras me apoyaba contra un árbol/ dentro de un bosque/ moría con el amor que yo mismo engendraba/ miré las estrellas distraídamente/ como si buscara algo más en la noche azul a través de las ramas/ y me vi a mí mismo apoyado en un árbol", mientras en Nueva York se hablaba de dinero y de grandes asuntos él soltaba sus imaginaciones salvajes en la noche, soltaba las notas salvajes de su alma bajando hacia el inframundo de Xibalba donde se guarda todo.

Y quedarse pasmado de nuevo ante el Palacio, vagar por sus laberintos de pasillos y aposentos y patios, asomarse desde ángulos inverosímiles hacia la ciudad desperdigada y rota y llena de alma, y notar en un trozo de muro la coloración increíble de los líquenes cuyo tono verdoso tiene más matices de los que pudiera expresar Proust, recordar con Rilke que a través de siglos de cultura no se ha hecho todavía nada decisivo, que el pulso del cosmos sigue intacto en lugares como Palenque, donde culminó una civilización que pensó en sí misma antes de desaparecer, y sentir el roce de millones de lluvias en las piedras gigantescas con que se levantaron estas pirámides en un lugar remoto, y revivir los versos de Ginsberg: "Uno podría sentarse en este Chiapas/ y registrar todas las apariciones visibles desde una hamaca/ mirar a través de las sombras/ el rostro entero de la Eternidad", y dejarse llevar entre estas imágenes que parecen un sueño desdibujado, que aparece y desaparece, que tiene una potencia increíble pero se desvanece como una atmósfera, en un lugar lleno de alma.

Y sentir como Allen Ginsberg que otros artistas se han vuelto fantasmales y su pensamiento fino es más vago que sus sueños y caen los penachos rotos de su sensación y caen los trozos de su intelecto en la locura del olvido y la trascendencia animada del cosmos, sobre las ruinas santas del mundo, y mirar con esa mirada del que no volverá nunca más, mirar todo con nostalgia anticipada y voluntad de tragarse todo esto para siempre, "las capillas rotas en el verde en el sótano de un monte/ y todo el limbo del Xibalba todavía desconocido", porque el mundo a pesar de toda la arrogancia humana es desconocido y vivo e incontrolable, como le gustaba a Allen Ginsberg, como me gusta a mí, y evocar como Ginsberg miraba un enorme gallo verde, y descubría el yo de los campos y notaba la intensidad de su polla supersónica, en la crucifixión de su intelecto cuadriculado en mitad de los sueños.

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