¡La guerra!

Cada vez que se conoce alguna atrocidad de la guerra pienso en María Antonieta, que se tropezó con su verdugo dirigiéndose a la guillotina: «Pardonnez-moi, monsieur». La aristocracia de María Antonieta le exigía comportarse igual en el cadalso que en el palacio, delante de criados y de verdugos. Da igual que te vayan a matar o que te laven los pies: un tropezón hay que solventarlo con educación y magnanimidad seas reina o pescadera. Con eso y cuatro cosas uno monta una civilización. En España todavía se cree que a las guerras van ejércitos de maría antonietas; guerras en las que los tanques respetan los semáforos. El pateo español a un prisionero mueve a rabia, pero ojalá la guerra de Irak hubiera sido eso. Los que nos opusimos a la invasión no estábamos preocupados por Sadam, sino por los inocentes, los críos, los cousos, el éxodo de millones sin pan ni hogar y el derrumbamiento, una vez más, de la civilización. La guerra no es un combate noble, por eso resultan heroicos los comportamientos que de repente, en medio de esa falla de conducta, recuerdan que somos personas. Irak fue un fracaso y que España estuviese allí fue otro fracaso. Esos soldados fueron enviados bajo la orden de un Gobierno en delirio votado masivamente. Y por mucha canción humanitaria que se pregone, ir a una guerra termina con los soldados faltando a misa.

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