La ley

Alguien tenía que decirlo, lo que nadie esperaba es que fuese un futbolista. El mundo del balompié dista mucho de ser tan magnífico como el deporte que lo hace girar. Dos de las patas de su inestable mesa son la ley concursal y las subvenciones, anunciaba el delantero granate Stefan el pasado viernes en Diario de Pontevedra. La llegada del dinero al deporte ha pervertido a las madres instituciones. No han soportado la presión ante las lágrimas de su bebé. El vicio comenzó el día que el primer concello, la primera Deputación o el primer gobierno autonómico decidió dar dinero a sus clubes para hacerlos más poderosos. Comenzó el doping público. Nadie, ni la crisis, lo ha podido detener. Algunos reclamaban su derecho a disponer de más dinero de los contribuyentes para poder luchar en igualdad de oportunidades. No dudaron en recurrir al chantaje para lograr su objetivo. Pocos soportaron la idea de perder votos por no apostar por el deporte local. Fue la primera derrota de la razón. La segunda se produjo cuando se permitió que las entidades deportivas se acogiesen a la Ley Concursal. Además de una competencia desleal por parte de los clubes mal gestionados hacia los que están correctamente administrados, castiga a los acreedores que realizaron grandes apuestas por el fútbol. Es una acción con tintes de latrocinio sobre la que se amparan muchos clubes para limpiar su pasado. Durante años, incluso, se acogieron a la ley para no tener que abonar las deudas contraídas con sus trabajadores y evitar descensos de categoría por causas administrativas. Debería acabarse la permisividad. Los rectores del balompié deberían ser mucho más estrictos y rigurosos. Hay demasiada gente pasando hambre en las calles como para que en el mundo del deporte los gestores incurran en dispendios que se hartan de favorecer a los tramposos.

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