La lona y el autógrafo

A Carballo no venía gente famosa, si acaso Regina dos Santos, en el San Xoán, o Ruiz Mateos en campaña electoral, por lo que el autógrafo se cotizaba al alza. Las artistas no pasaban del vestíbulo de la casa consistorial, que hacía las veces de camerino, mientras que los políticos siempre pillaban a mi madre pelando patatas o desgranando guisantes sentada detrás del mostrador.

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UN DÍA ENTRÓ en la tienda un señor con gorra marinera y gafas negras preguntando por mí: "Isto é para o seu fillo". Al desenrollar el póster, contemplé admirado la firma de Carlos O Xestal. El domingo anterior le había pedido un autógrafo después de una actuación y ése fue su detalle con un crío que buscaba la rúbrica de nuestra estrella folk.

Luego vino la de Poli Díaz, que me firmó con rotulador negro la raqueta de pimpón y su correspondiente funda. La letra era mayúscula, y eso que entonces las malas lenguas decían que El Potro de Vallecas no sabía escribir. Iba acompañado de su séquito y lo pillé en el jardín delante del Sinagoga, que tiempo atrás había popularizado entre la chavalada la dieta de hamburguesas y perritos. También pasó revista al tapadillo del Charlot, una cafetería de señoras con un reservado penumbroso para la juventud que yo sólo visité una vez mientras la dueña le pasaba una fregona. ¿¡Poli Díaz en mi pueblo!? Aquella noche, quince de septiembre de 1990, había combate.

Carlos Miguel apenas tenía frente. La mata de pelo había colonizado el frontispicio de su cabeza, dejando un fino cortafuegos entre el flequillo y las cejas, tan pobladas que su densidad demográfica había llamado la atención de la Federación de Barberos Carballeses. Salió del vestuario del pabellón de la zona escolar, construido un año antes, siguiendo la flecha del bigote de Carlos Amoedo y escoltado por cuatro municipales, que habían planchado la camisa azul para la ocasión.

De bata blanca y camiseta roja, su entrada en el recinto fue humilde. La ovación contrastó con los pitos y aplausos que recibió Poli, quien no paraba de dar botes y hacer el trenecito con su entrenador, Ricardo Sánchez Atocha. Cuando pisó la lona, todo chulo, empezó a menearse y a levantar los brazos haciendo el signo de la victoria, como afectado por el baile de San Vito. Ambos calzones eran blancos, aunque Poli tenía veintidós años y Carlos Miguel, treinta y tres. El vallecano defendía por séptima vez el título de campeón de Europa del peso ligero, la segunda con un aspirante no oficial, si bien el vigués lucía el cinturón de campeón de España.

"No voy a mentir. El gallego no era muy bueno. Y si peleé con él fue por ayudarle", cuenta Poli en A golpes con la vida (Espasa), una biografía escrita a dos manos y otros tantos puños con Francisco Aguado. "Llevaba mucho tiempo boxeando y se quería retirar ganando un dinerito. Por eso hacía meses que me estaba provocando, diciendo que era mejor boxeador que yo y que no quería vérmelas con él [...]. Le advertí que si quería pelear conmigo se preparara bien y saliera a darlo todo, que no mamoneara para llevarse sólo la pasta y al final el combate resultara una mierda".

Carlos Miguel había sido "el ídolo joven de Galicia", como tituló El Mundo Deportivo en 1981. La gran esperanza blanca del boxeo gallego tras Pantera Rodríguez. Trabajaba de mecánico de mantenimiento en una empresa alemana de ascensores y fue adoptado por Amoedo: "Lo cogí a los catorce años y para mí es un hijo". Trece veces campeón de España en los pesos pluma, superpluma y ligero, ese mismo año fracasó en su primer intento de proclamarse campeón europeo ante Carlos Hernández. Cuando le preguntaron a su preparador si era pronto para enfrentarse por el título, respondió: "Todos pegan". También sucumbió ante Roberto Castañón en 1983 y, en el ocaso de su carrera, se le presentaba una última oportunidad.

La báscula le concedió a Poli setecientos gramos más. Arriba, en el ring, miraba a Carlos Miguel con ojos de "me lo como". El primero atesoraba veintinueve victorias, dieciocho de ellas por KO, y ninguna derrota. El segundo, veinticinco victorias, cuatro de ellas por KO; dieciocho derrotas y ocho empates. Sonó el himno, flanqueado por una bandera gallega y otra española. Cuando comenzó el combate, Poli todavía no había deshecho la maleta. Intentó finiquitar el asunto en el primer asalto, pero el vigués aguantó las 'hondonadas' de hostias, incluso una que lo tiró al suelo, y antes de la campana logró arrancarle una sonrisa al vallecano con un crochet de derechas.

Siempre había un compañero de clase tipo Carlos Miguel. En mi colegio —que, como todos, se llamaba Francisco Franco— estaba Chans, un tipo de Bértoa bajo, fibroso y con mandíbula. Aquellos Carlos Migueles solían jugar de defensas y propinar sonoros trallazos. Gente que podía sudar lo indecible, pero que nunca se quejaba. Gente callada dentro y fuera del campo. Tipos sufridos, de frente estrecha y con la cabeza alta. Sin embargo, el vigués había disputado casi el doble de combates que Poli, por lo que no sorprende la pizarra: sobre la lona, Poli era vertical, fútbol inglés, y Carlos Miguel echaba el cerrojo, a la italiana.

El Potro era un púgil de relato, si acaso de novelita corta. Quería atajar el tocho con una gramática de golpes mortíferos, aunque delante tenía a un tipo paciente que iba resituando el marcapáginas a cada asalto, como si aquel combate fuese la biblia. En el octavo, Poli le abrió el pómulo derecho, que ya no pararía de sangrar. Desató el remolino de puños y Carlos Miguel comenzó a castigar el aire con sus manos, como si se enfrentase a la nada. Un crochet de derechas arrodilló al vigués, que volvería a besar el plástico, esta vez tan hecho polvo que debió apoyarse en la lona con la cabeza. La noche había comenzado: Poli estaba fresco para salir de copas por la calle Estrella y Carlos Miguel parecía haber sido atropellado por un Barreiros.

La bolsa del ganador fue de doce millones de pesetas y la del perdedor, de dos. "Y el tío lo hizo bien, la verdad", reconoce Poli Díaz en su biografía. "Se entrenó y salió a ganarme, aunque para eso tendría que haber tenido un golpe de suerte, o darme en el hígado. Carlos Miguel hizo su combate, con mérito, porque no era malo del todo, pero ni aún así estuvo a mi altura. Quería, pero no podía. Fue una pelea fácil".

Habría que escuchar la versión de Carlos Miguel, quien colgó los guantes tras la velada, en boca de Gay Talese. El periodista estadounidense personificó la derrota en la figura de Floyd Patterson, campeón mundial de los pesos pesados que dejó el boxeo tras perder a los 37 años con Muhammad Alí, con el que volvería a reencontrarse en dos libros publicados por Alfaguara: El silencio del héroe y Retratos y encuentros. En ellos comparten páginas los reportajes El perdedor y Alí en La Habana, uno víctima del alzhéimer y otro, del párkinson. Son crónicas deportivas de largo recorrido, entre las que también se cuentan 'Joe Louis: el rey en su madurez', dedicada al Bombardero de Detroit.

Luego están las crónicas pugilísticas urgentes, relatos de combates a cargo de escritores como Norman Mailer, Julio Cortázar y Manuel Alcántara, quien aparcó la Olivetti mucho antes de la velada que enfrentaría a Poli Díaz con Pernell Whitaker por el título mundial del peso ligero, que el madrileño perdería a los puntos y con la que iniciaría su cuesta abajo sin frenos. El poeta y articulista malagueño, que ante el ring prefería llamarse comentarista, dejó de escribir críticas boxísticas tras presenciar cómo mataban a puñetazos a Rubio Melero. Afortunadamente, las gestas de José Legrá y Pedro Carrasco han sido recopiladas en La edad de oro del boxeo: 15 asaltos de leyenda (Libros del KO). "Para un niño, los boxeadores, aunque sean de segunda, tienen el tamaño de los héroes", decía Alcántara, al que todavía estoy a tiempo de pedirle un autógrafo.

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