La maldita recesión y sus colaterales

Recesión, palabra maldita que está más en la boca de los ricos que en la de los pobres. Quizás, porque los pobres están curados de espanto y entienden mejor las penurias de esta vida, descritas como pocos por el inimitable actor Woody Allen , con aquella célebre frase, crecida de pedagogía: "De pequeño quise tener un perro, pero mis padres eran pobres y sólo pudieron comprarme una hormiga". Tal vez, igualmente, a los pobres tampoco les atemorice la pobreza, en parte porque jamás les hemos dejado -los pudientes -salir de ella, y se conformen pensando que nadie vive tan pobre como nació. Posiblemente, de igual modo, tampoco entiendan nada, ni falta que nos hace a todos, que esta disminución generalizada de la actividad económica de un país, a veces la prolongan la casta de especuladores que transitan por el mundo sin moral alguna, para seguir cosechando más riqueza. El pobre eso sí, sí que lo entiende, que a río revuelto siempre hay ganancia de pescadores.

Todos los días, y a todas las horas como un sol plomizo, el dios mercado nos alerta del riego del demonio, que no es otro que los abruptos resultados de una recesión inminente. O sea, para que me entiendan los pobres, que algunos ricos hoy dejarán de serlo y se empobrecerán. ¿Qué pasaría, si de pronto, todos nos volviésemos pobres? Puede que sea la pregunta que nunca se ha hecho. Seguro que ninguna vez se la hizo si pertenece al territorio de los poderosos. Los que pertenecen al territorio de la pobreza posiblemente sí. La abundancia parece que nos quiere volver pobres y los bocazas desde sus tribunas dicen que la recesión es muy seria, hasta el punto que siembran el terror más depredador, el de la depresión. Hemos multiplicado tantos deseos, como dijo Platón, que la estupidez es la que nos gobierna a su antojo. Tantas veces nos hemos alimentado sin hambre, que al final tanto robo al estómago de los pobres, acaba pasando factura. Todos queremos más y no hubo límites en la producción ni en el consumo. Al final, la necedad y el egoísmo, impidieron ver el caudal de falsedades con el que nos hemos bañado, o nos han bañado y nos hemos dejado bañar.

Cuando pensábamos saberlo todo resulta que hemos caído en la cuenta de que no sabemos tanto. Cuando algunos pensaban tenerlo todo, aunque tuviesen que sacrificar a otros corazones gemelos, ven que cada día tienen menos capital, y, por consiguiente, menos amigos. Hemos creído que con dinero se hace todo y, al final, se termina haciendo todo por dinero. Es la operación contagio, donde el interés capitaliza todos nuestros movimientos y nos llega a importar un sueño la situación del hambre, en comparación con la perversa palabra: recesión. Debiéramos considerar que lo verdaderamente cruel no es este retroceso, sino la pobreza en un mundo de excesos.

Verdaderamente, no es cuestión de quitar de nuestro camino la maligna recesión, sino de reflexionar sobre ella, con los ojos puestos en los que siempre han vivido y convivido con la indigencia. Las empresas han tenido beneficios para sí, jamás para los pobres, de lo contrario no existiría la miseria. Los obreros apenas han pensado en los que no eran obreros, y en el por qué nadie solicitaba su mano de obra. Desde luego, la mejor solución para salir de este farsante juego de la compraventa, tiene que partir de los pobres de siempre, no de los de ahora, de los que jamás han tenido un bocado de pan que llevarse a la boca. El día que los auténticos desheredados, los sin voz, hablen y se les escuche, otro mundo será posible, un mundo más justo y más humano, porque el necesitado puede tener muchas necesidades, pero jamás de humanidad; sin embargo, el avaro sí que tiene todas las necesidades del mundo, hasta la de caer prisionero de sus indecentes negocios.

Así, hoy el mundo, muestra un decrecimiento humano más terrorífico que el de la actividad económica.  Nos falla el decoro de ser personas con corazón. Deberíamos pensar en dejarnos alfabetizar por los sentimientos, sobre todo para sanar heridas, además de para impulsar la austeridad y contribuir al bienestar de todos, no sólo de unos pocos. Está bien el objetivo de asegurar que todas las personas puedan leer y escribir, pero aún será más efectivo y afectivo, si preservamos el espíritu de la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre géneros. Algo que está en todos los tratados y normas, pero que dista mucho de ser realidad. La economía decrece porque decrecen  los valores humanos.  No puede conducir el timón de la vida quien no conduce con el ejemplo de la honestidad. Tampoco se puede buscar la honorabilidad con la soberbia, tan común entre las excelencias y el mundo de los expertos. Luego se ve que no son nadie a la hora de ponerse a tranquilizar el volcán de la recesión, eso que tanto les ocupa y preocupa a los diestros en la materia, hasta el punto que lo que un versado dice el otro lo desdice y el de más allá lo contradice.

Por otra parte, urge establecer en todo el planeta normas éticas en lugar de normas económicas, porque para tener saneada la economía no hay como dejarse llevar por una innata conciencia, la de saber gastar; porque además, como dijo Oscar Wilde, aconsejar economía a los pobres es grotesco e insultante. Si los necesitados son muchos es porque los opulentos se lo han llevado sin escrúpulos, aunque ahora vociferen que están deseosos de crear armonía y de tender puentes salvavidas. Algunos de estos redentores, más políticos que poéticos, es decir más inhumanos que humanos, no han conocido la recesión en sus vidas ni la conocerán nunca. Esta es la auténtica rabia que servidor tiene.

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