Lola y Carlos

Fue tan solo necesario recorrer una decena de metros para encontrar a Lola y Carlos en estado de excepción. Ese soleado día de semana estaban sentados, con todas sus pertenencias, en la céntrica esquina de las calles Sagasta con Joaquín Costa. Él leía un libro, avejentado por el maltrato y el paso del tiempo, muy concentrado a pesar de alto trasiego de personas y coches. Ella se había ausentado unos minutos para acercarse hasta una de las panaderías más próximas. En medio del rugoso suelo (elemento de gran utilidad para la orientación del colectivo de ciegos) se encontraban esparcidas varias bolsas de plástico, de color negro, repletas de ropa y otras pertenencias. A los píes, un cartel informativo anunciaba de la presencia de dos seres humanos encadenados a la pobreza con grilletes invisibles. La petición, en aquellas imperfectas y decoloradas letras negras, no era otra que un poco de dinero para pagar la pensión y dormir caliente, bajo techo. Si la solidaridad no alcanzaba a tal ‘dispendio’ las alternativas se antojaban muy tacañas: Albergue, en el mejor de los casos, o pasar la noche a la intemperie. Este matrimonio personificaba con nitidez el axioma de la decadencia económica y social del país. De la derrota del bienestar ante un mundo economizado. Y lograba demostrar, a todos, de la fragilidad de nuestra vida por mucho que nos empeñemos en negarlo.

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