Los chivatos del humo

Se dice que por el humo se sabe dónde está el fuego, y en el caso de la llamada nueva Ley Antitabaco la situación arde, y parece que con combustible para rato. Por la cantidad de información que genera en los medios, por el tipo de comentarios que suscita en los encuentros cotidianos, y por las actitudes y reacciones de la ciudadanía, el asunto alcanza categoría de “síntoma social” en muchas materias. A grandes bocanadas, se entrecruzan argumentos sobre los perjuicios para la salud, mientras del otro lado se replica sobre otros supuestos males no penalizados; se cuestiona la pertinencia de asumir costes de tratamientos desde la sanidad pública, pero también salta el recurso económico sobre los impuestos con los que se grava y encarece la producción y consumo del tabaco, para que luego esos beneficios que recauda la Agencia Tributaria, a costa del “vicio”, no repercutan en una redistribución equitativa de recursos y servicios; las retóricas legislativa y administrativa afinan puntos y comas en sus redacciones, mientras la publicidad, el diseño, hasta los guiones de las teleseries, se las tienen que ingeniar para sortear la campaña de acoso y censura; otro tanto con el sector de restaurantes, bares, pubs y similares, quejosos por la reducción de clientela e ingresos, mientras que los servicios de limpieza y mantenimiento dicen no dar abasto con las colillas callejeras... La espiral puede crecer hasta el delirio, y así llegar a los diferentes grados en que se ve afectada la socialización, una convivencia colectiva en la que se generan bandos encendidos a favor y en contra. En nombre del sacrosanto interés general, se tensan los intereses, los deberes y los derechos se confrontan. El “fumar<>no fumar, dónde, cómo y cuándo?”, algo tan aparentemente baladí, sirve al final como metáfora y espoleta liberadora de un estado de crisis en otros frentes bastante más graves. ¿Cómo no pensar que Obama, Zapatero, Rajoy y otros “estresados” del ramo, siguen fumando en los bancos de sus despachos, a escondidas, mientras resoplan en busca de soluciones? Desde lo micro a lo macro, esta cortina de humo sirve también para fragmentar la utópica noción de libertad, convertida en una chicharra cada vez más light, con más y más filtros, a cada cual más represivo. Particularmente, hay un aspecto de esta nueva ley que resulta flagrante y digno de alarma: la apología, desde la administración, de la denuncia de ciudadanos por parte de otros ciudadanos -algo que ahora también se hace extensible en la llamada Ley Sinde sobre actividades “ilegales” en internet, y que bien merece capítulo aparte-. En la Ley Antitabaco, artículos 22 y 23, “Competencias de inspección y sanción” y “Ejercicio de acciones individuales y colectivas”, el espíritu censor del poder no tiene desperdicio. Se puede leer: “El titular de un derecho o interés legítimo afectado podrá exigir ante los órganos administrativos y jurisdiccionales de cualquier orden la observancia y cumplimiento de lo dispuesto en esta Ley”. Muy sensato, sí. Pero en términos coloquiales, a eso se le llama “legitimación del chivateo puro y duro”. ¿Por qué no hacerlo también extensivo, e igualmente amparado, garantizado y eficaz, al aplicarlo a otros capítulos de nuestras vidas? ¿Por qué no incitar a la denuncia directa de quien sabes que engaña a Hacienda -que somos todos-, de quien sabes que es un político prevaricador o un empresario corrupto y explotador, de un funcionario absentista, del cura que da la misa con el altavoz pasado de decibelios, de la abuelita que pasea al perro y no recoge sus cacas, del estudiante que copia en el examen, del bebé que emite gases nocivos y sin provecho para el planeta...? ¿Hasta dónde llegar? Sin duda, toda una humareda en la que se avivan el purismo más extremista y las brasas más demagógicas, hasta convertirse en cenizas de la paradoja del absurdo. Al poco de entrar en vigor esta nueva ley, viví una de esas situaciones kafkianas cuando ejercía de turista, descubriendo los restos del monasterio de Moreruela, provincia de Zamora: domingo por la mañana, a campo abierto, sin rastros de vida civilizada en cinco kilómetros a la redonda, excepto el señor vigilante que se protegía del frío dentro de su coche; al finalizar nuestra visita, y antes de reemprender camino, encendí un cigarrillo y, provisto de un pequeño cenicero, me abstraje con el vuelo y repiqueteo de las cigüeñas hasta que... apareció la LEY encarnada en la figura del guarda que me espetó: “Está prohibido fumar. Esta zona es Patrimonio. Tiene que alejarse 200 metros” (sic). Atónito, no pude contenerme y preguntarle si, por estar en feudo de la Iglesia S.A., se creía descendiente del inquisidor Torquemada, o si, acaso con tanta naturaleza libre, le había dado un mal aire. Balbuceó algo ilegible sobre la LEY y volvió a su refugio. Todavía hoy me pregunto qué habría movido a aquel hombre a semejante reacción. ¿Sería un ex-fumador amargado? ¿Un caso de vocación y sumisión por acatar leyes y transmitirlas sin entenderlas? O, más simple y drásticamente, ¿sería un portavoz neoconverso con todos los síntomas del Estado del Miedo?

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