Los penaltis

Siguiendo las bases del teorema de Mourinho, se podría asegurar que el arbitraje de ayer en Pasarón perjudicó gravemente los intereses del Bergantiños. Así es. El colegiado no expulsó a Manu Barreiro, que hizo méritos para irse a la caseta en la primera mitad. No debió ni llegar vivo al vestuario.
El delantero santiagués vio una amarilla por tirarse de forma descarada después de sujetar de forma ostensible a un defensa que pretendía despejar un balón colgado al área. Poco después, fingió que el rival le agarraba la camiseta y más tarde controlaba con la ayuda de la mano un desplazamiento largo de un compañero. Lo dicho, una vergüenza. 
Si en vez de Baleato fuese el bueno de José, el entrenador visitante hablaría de atraco, estaría presentando pruebas en la Comisaría de Policía más próxima y acusaría, aprovechando que el Lérez desemboca en Praceres, a Guardiola de falso, vago y tramposo. 
La realidad, desgraciadamente, es otra. Barreiro fue víctima ayer de dos penaltis tanto o más escandalosos que los que Arbeloa cometió impunemente en Villarreal. En el primero intenta desembarazarse del abrazo del oso que había practicado con él uno de los centrales carballeses. El movimiento fue tan brusco y Manu es tan grande, que el colegiado creyó que era culpable. 
Poco después, el defensa de turno sujetó a Barreiro por la parte posterior de la camiseta para impedirle avanzar en dirección a un lugar ventajoso en el centro del área. Ni el árbitro ni el asistente vieron nada. O eso manifestaron. 
El Pontevedra lleva toda la temporada sin que le señalen un penalti a favor, algo inaudito. No se sabe ni quien los lanza. 
No es normal que una escuadra que ataca durante la mayor parte del tiempo no haya sido premiada por los árbitros con un solo golpe de castigo favorable. No se exige que le regalen un traje como el de Camps, ni que le piten tres penaltis por partido: que no le quiten lo que es suyo, que buena falta le hará para lograr su objetivo.

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