Moldes y el cristo de los “braghettone”

Arte y religión han cohabitado durante siglos como una fértil pareja de hecho. Resultado: patrimonio universal para dar y tomar, y orgullo de la capacidad humana al intentar explicar y representar muchos de los mitos y misterios que encierra la vida. Pero si nos ceñimos a la religión católica apostólica romana, reconoceremos que han sido también un matrimonio de conveniencia y cohecho. La doctrina había que imponerla como fuera: seduciendo a base de estampitas para ilustrar a los iletrados -véanse las viñetas del Vía Crucis como un precedente del cómic-, o a golpe de poderío, arrogancia monumental, y unas buenas dosis de piedad dramatizada para amenazar sobre las consecuencias de no ser escrupulosos con los mandamientos. No sólo había que ser respetuosos, también temerosos del señor, y colonizar el pensamiento, la ideología, la mirada incluso. A lo largo de la historia, la empresa adjudicataria Iglesia S.A. ha surtido de encargos a arquitectos, escultores, pintores y afines, siempre y cuando obedecieran sus estrictos programas teológicos. Y de todo ello ha resultado, también, un arsenal como para crear un auténtico museo de los horrores y las vergüenzas. Uno de los casos más célebres es el de Miguel Ángel y sus murales para la Capilla Sixtina en Roma. Pintados entre 1508 y 1541, en la mismísima sede central del Vaticano por encargo de Julio II, generaron todo tipo de polémicas entre quienes alabaron la excelencia del resultado y los hipócritas devotos que sólo quisieron ver amasijos de cuerpos desnudos. Con Miguel Ángel viejo pero vivo, el nuevo papa, Paulo IV, ordenó en 1560 a otro pintor que cubriera los sexos visibles pintando sobre ellos “paños de pudor”, y por tamaña contribución pasó a la posteridad artística como Daniele de Volterra, “il braghettone” (el calzonazos). Entre 1980-1999, con las últimas restauraciones de los murales, algunos de estos repintados pudieron eliminarse y volvieron a asomar los frescos originales sin que, hasta la fecha, la bóveda se haya desplomado sobre las cabezas de los visitantes como un remoto castigo divino. Desde Roma a Santiago, la actual exposición del Auditorio de Galicia, titulada “Casus Belli + Refutación del contexto. Conflictos de recepción en el arte contemporáneo”, se ha convertido en diana de las quejas de los políticos más recalcitrantes, miembros del mismo Partido Popular que enarbola obscenamente la Ciudad de la Cultura como símbolo de progreso y modernidad. Secundados y jaleados desde el púlpito del arzobispado compostelano, arremeten contra algunas obras y, en particular, contra “El Cristo de las Rías Bajas” (1985), un cuadro de Manuel Moldes (Pontevedra, 1949), que representa un crucificado invertido y completamente desnudo, y que ya tenía su curriculum de Caso X al ser censurado en la Bienal de Pontevedra de 1986. Con la de cristos y escenas aterradoras, algunas también libertinas, que pueblan iglesias y capillas de medio mundo, ya hay que ser contumaces para volver a cargar contra el cuadro en cuestión, cuyo mérito -escándalo para otros-, reside en lo que se le pide a todo artista: audacia, soberanía creativa, aportar una nueva mirada sobre algo ya trillado, conectarlo entre tradición y modernidad, y conseguir que se integre entre la iconografía de la comunidad a la que pertenece, formando parte de sus debates. La diversidad, la suma de perspectivas y versiones, desde las más académicas hasta las más inéditas y excepcionales, nos aproxima al ideal de la verdad. Tantas veces exigiendo que el arte se avenga a la realidad, tantas veces ridiculizando al mundo artístico con el cuento de la retórica y las alabanzas al supuesto traje de oro del emperador, y ahora resulta que asoma una versión cabeceada del “verbo hecho carne”, desnudo y con los atributos propios de cualquier hombre, y entonces ya se trata de mal gusto, provocación y ofensa. ¿Acaso Jesús de Nazaret, el personaje histórico, no era humano, de carne, hueso y sexo? Contagiados por este delirio del absurdo, y ante el estruendo inminente de la semana “santa”, ya es cuestión de ser más integristas que el Papa & co., y más que un agravio religioso, de lo que sí se podría tratar es de un desacato a las leyes de la gravedad: el cuerpo del crucificado está cabeza abajo mientras que su miembro viril sigue, longitudinalmente, una trayectoria ascendente hacia sus piernas. Y ésta es una circunstancia, física y anatómicamente, imposible o, al menos, increíble. Pero si la cuestión va de creencias y dogmas de fe, entonces también podremos creer que se trata de un autorretrato reencarnando una vida pasada de cuando el propio Moldes era yogui hindú y el río Lérez era el Ganges. Veinticinco años después, y por mucha democracia y estado aconfesional que se proclame, siguen asomando salvadores de la patria y la moral de las buenas costumbres que no saben que el arte, como reflejo de una sociedad civil y cabal, ha evolucionado mucho desde 1500. Manuel Moldes, además de un buen tipo, es un gran pintor aunque, obviamente, no sea Miguel Ángel. En cuanto al papel de “calzonazos”, siempre habrá candidatos dispuestos, ya sea por hacerse notar en unas elecciones municipales, o por aferrarse al poder, con las mismas uñas con las que se rasgan las vestiduras, de un discurso religioso que ni practican ni creen quienes lo proclaman

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