No toques ese cajón

(*)Mal se tienen que dar las cosas para que a lo largo de una vida, plagada de errores y algunos aciertos, no se nos presenten dos o tres buenas ocasiones para cometer un delito. Hay que tener los nervios plateados e inhóspitos para saber esperar el minuto idóneo. Es fácil precipitarse. En realidad, también resulta sencillo postergar la hora. Si no pones algo de tu parte, el delito se pasará la vida entera ignorándote, aunque permanezcáis en la misma habitación. Su soberbia es perfecta. Cada vez que tuve la oportunidad al alcance de la mano, me desmoroné como esos trozos de ceniza muerta que los cigarros encendidos empujan al abismo. Me provoca un miedo insuperable la posibilidad de un registro domiciliario. Tengo la alambicada sospecha de que podría sobrevivir a la cárcel con un poco de alcohol, los mundiales de fútbol y dos o tres cartas que reciba cada mes de alguna conocida de vista. En cambio, me entra fiebre solo de pensar que un día la policía irrumpe en casa y se pone a revolver en los cajones.

Las infamias que has cometido, y que no has conseguido destruir, pues para eso se necesita valor, acaban siempre en algún tipo de cajón impenetrable, aunque el acceso sea franco. Sabes que ahí dentro, absolutamente cerca, están lo bastante lejos de ti. Cuando no quieres volver a tener noticias de algo, simplemente lo mantienes a tu lado. Es más fácil que acabar con él de una vez y para siempre.

Nadie debería hurgar jamás en tus cajones. Ni siquiera tú. Están hechos de un silencio por dentro que, solo imaginar que no se rompe, me ayuda a dormir por las noches. Me pongo en la piel de todos esos criminales que conducen esposados a su casa, mientras la revuelven de arriba abajo, y me entran escalofríos. Hay cosas en mis cajones que nunca más quiero encontrarme en la vida, como algunas novelas inéditas de juventud, fotos, y hasta alguna carta de amor escrita a mano. Las destruiría, pero tendría que abrir los cajones y ensuciar ese silencio puro y antiguo que reina dentro. A veces pienso en esos escritores que murieron, y al día siguiente sus herederos abrieron todos los cajones en busca de manuscritos abandonados en la oscuridad que hiciesen ruido por dentro, como las huchas.

Hay experiencias ajenas que te hacen recapacitar. En una comida con otros periodistas alguien contó una vez, al llegar a las copas, que el mayor error de su vida había sido abrir el cajón de una mesilla de noche. Nos volvimos muertos de curiosidad, como si acabase de entrar Sofía Loren en el restaurante. Uno de los comensales hizo un gesto sabio al camarero, largamente ensayado, para que rellenase los vasos. Entonces, nuestro colega empezó a contar que, hace algunos años, había estado irremediablemente enamorado de una compañera de trabajo sin dejar que ella lo sospechase. En la oficina aparentaba indiferencia, y cuando llegaba a casa, enloquecía ante aquella belleza porque estaba lejos y no podía mirarla. Una noche, que sería larga de explicar, y aun así carecería de sentido, acabaron en su apartamento. Follaron como si no tuviesen a qué agarrarse, casi a la deriva. Al día siguiente era sábado y ella madrugó. Había quedado para comer con su madre, y le dijo que no se diese prisa en irse. Él escuchó con los ojos cerrados cómo ella se duchaba, se vestía y se iba. «Hay de todo en la nevera», añadió casi al mismo tiempo que se cerraba la puerta, con sonido a fin de novela de Tolstoi.

La persiana permanecía entreabierta y pudo observar el dormitorio desde la cama. La mañana había adoptado aspecto de lentitud y no se apresuró en levantarse. Cuando al fin lo hizo, tan despacio que parecía que le pesase la complacencia, se sentó en la cama y se buscó los pies, cual un idiota. Fue inevitable no sentir curiosidad por los cajones de la mesilla de noche. No pretendía hacer ningún hallazgo, ni siquiera saber algo de ella que no sospechase, sino confirmar, como en un juego, que todos guardamos objetos ridículos, incluso inútiles, en cuya posesión, sin embargo, parece que nos va la vida.

En el fondo, los abrió porque todos los cajones son el mismo cajón, y de algún modo te contienen a ti. La pasión que sentía por aquella chica, moldeada durante meses a fuego lento, se heló de repente, en dos segundos, al descubrir entre sus braguitas una colección de películas en las que mujeres y caballos mantenían relaciones sexuales entre sí. Todos en la mesa nos volvimos al camarero, reclamando gin-tonics con la mirada, desconcertados. No sabíamos si había que reírse, en una señal de normalidad, o sobrecogerse, como signo de lo contrario. Él estaba tan enamorado de la mujer, que al día siguiente de dormir con ella abandonó su trabajo y nunca más volvió a verla.


(*) Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso el sábado 4 de octubre de 2014. Se mantiene el idioma original.

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