Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío-León, 1953) cita al periodista el miércoles a las nueve de la mañana en el hotel Rías Baixas. Sale de excursión por los alrededores (“Pontevedra es el viaje más exótico que he hecho este año”). No prolongó la velada de la entrega de los premios de periodismo Caixanova más allá de una copa, o lo que fuese, en la Praza do Teucro, y está satisfecho. “He conocido a Alfredo Conde y a Santiago Lamas, y ha merecido la pena hacerlo”, comenta quien está escribiendo desde 1990, y aunque todavía mucha gente no se haya enterado (”estoy desplazado: mejor así”) una de las obras mayores sobre el vaivén cotidiano de la España de finales del XX y principios del XXI.
Lo primero que hace Trapiello al saber de un lector suyo es estrecharle la mano con una sonrisa dichosa. El autor de ‘Salón de Pasos Perdidos’ está de paso en Pontevedra para recoger el premio de periodismo Julio Camba. Trapiello es un tipo agudo, breado y sentido: un señor de flequillo adolescente que está a la intemperie. Lo imagina uno siguiendo a pies juntillas el consejo de Azorín que adorna la casa dedicada a José Gutiérrez Solana, al que edita con devoción: “Creo yo que cuando mejor se escribe es en la vejez, cuando ya no se tiene ilusión -ni vanidad- por nada. La fórmula del buen escribir es esta: A trancas y a barrancas y echando el carro por el pedregal”.
¿Por qué se presentó al premio Julio Camba?
—El año pasado Felipe Benítez Reyes, de paso a Sevilla desde Pontevedra, paró por Extremadura, donde yo estaba, y me comentó que venía justamente de recoger este premio. Me animó (“es un jurado muy limpio, no hay historias”, me dijo, “y es un premio que lleva el nombre de Julio Camba, que no es poco. Me lo dieron por este artículo, de estas características...”). Lo tuve en cuenta, pero lo olvidé, y al cabo de un tiempo, cuando acababa el plazo, me lo recordó Benítez Reyes. Y en fin. Siempre te presentas sin esperar nada, porque piensas que el trabajo ya está hecho, y recoger este tipo de frutos a veces es posible y a veces no.
¿Suele ir a concursos?
—Sólo me he presentado a tres, y he ganado dos. El Miguel Delibes y el Julio Camba. El otro fue el César González Ruano, al que me presenté creo yo con un gran artículo. Son premios, además, de periodistas a los que yo admiro. No sé si me presentaría a un premio José María Pemán, quiero decir. Aunque los nombres dan un poco igual. Pasado el tiempo, ¿qué hay que decir?
Admira a Camba.
—Julio Camba es un escritor que nos enseña a escribir en periódicos artículos que normalmente el propio periodismo, o la propia actualidad, orillaría. Hoy en día no veo muy factible un escritor como Camba en la prensa nacional. Los propios directores le dirían: “Ponte más las pilas, pégate a la actualidad”. Y curiosamente la actualidad de aquellos años, si queremos saberla, la sabemos mejor a través de Camba que a través de la información. Y pasa siempre. También con Galdós: curiosamente la Historia la tenemos más viva con los ‘Episodios Nacionales’ que en los periódicos, gacetas y demás. No son excluyentes, pero sí complementarios. Una historia del siglo XIX sin Galdós sería impensable. Y sin Camba, sin Pla, sin Cunqueiro, sin Risco, sin el propio Ruano, sin Graciel, sin Chaves Nogales..., sin todos ellos sería impensable entender una parte de la historia española. Y eso anima.
Y le da a la escritura cierta credibilidad.
—Es que lo mejor que ha hecho Camba o escritores como él, y como Pla, por escritores como yo, es justamente darnos un poco de credibilidad ante la sociedad, ante nuestros directores de periódico, para que nos sigan contratando. Porque yo tengo miedo de que, ante el tipo de artículo que yo hago, alguien se canse y me diga: "Hasta aquí hemos llegado". En ese sentido yo estoy profundamente agradecido a mi periódico, que es La Vanguardia, con el que llevo escribiendo diez años todas las semanas. Y luego a Caixanova, por supuesto, por el premio y por el homenaje que le hace a Camba.
Justamente de eso que escribe Camba, orillado que dice usted, es de lo que se alimentan también no sólo sus artículos sino sus diarios.
—Mis artículos son sólo eso, exactamente. Son iguales que los diarios. De hecho los diarios se reúnen bajo un epígrafe común, que es ‘Salón de Pasos Perdidos’, y todos los artículos que publico acaban estando en un libro, porque no quiero hacer literatura pasajera. Escribe uno pensando que esto se va a guardar, y no una literatura de consumo. Los artículos los tengo en libros que se llaman ‘Los desvanes’. Pero los desvanes de una casa grande en la que hay un salón de pasos perdidos, y que forman parte todos ellos de una casa común: la casa donde ocurre la vida.
De eso se ocupa.
—Yo me ocupo de lo que es el 90% de mi vida: vida común, vida cotidiana. No es vida excepcional. No soy yo una persona que se reúna todos los días con gente importante, personas relevantes, ni viajo a sitios exóticos. Yo el sitio más exótico al que he viajado este año ha sido Pontevedra, que no es tampoco de un gran exotismo. Pero no necesito ir a San Petersburgo. Vengo aquí, y soy probablemente más feliz viniendo aquí que viajando a otros sitios que me son pasajeros. El consumo ha exotizado mucho eso de los viajes. Parece que hay cierto nerviosismo para viajar a todas partes, ir a los últimos sitios, y de hecho lo más importante pasa a tu alrededor. De los escritores que yo leo, excepto Cervantes, que fue un gran viajero para su época, todos viajaron muy discretamente. Eso es lo que me pasa a mí: vida cotidiana.
¿Cómo se hace uno con una forma de estar en la literatura?
—La elección es previa. Primero no hay una fórmula, porque esto no se enseña en las escuelas de letras ni en las de periodismo. Estas escuelas deberían ser escuelas de vida, escuelas de ética. Como decía Juan Ramón Jiménez, no hay estética sin ética. Previo a todo, es la ética, saber mirar. Más que a saber escribir, en las escuelas de escritura lo que tendrían que enseñar es a saber calibrar las cosas. Una vez que eso lo sabes, lo demás viene por sí solo. Hay una frase que a mí me gusta repetir, que es de Cervantes: “Lo que se sabe sentir, se sabe decir”. Por tanto lo previo es el sentimiento.
¿Fue imprescindible irse a Madrid a hacerse escritor?
—Cuando le preguntaban a Baroja qué había que hacer para ser escritor, contestaba eso: ‘Váyase usted a Madrid y póngase a la cola’. En mi caso, yo venía también de una provincia, que era Valladolid, pero no fui a Madrid por ser Madrid, sino por dejar Valladolid. Si en lugar de estar en Valladolid hubiese estado en un lugar en el que hubiese un ambiente propicio, si en lugar de Valladolid hubiese estado en La Bañeza, me hubiera quedado allí. Si tomamos en la literatura española a los grandes escritores, vemos que muchos de ellos son de provincias. Estamos hablando de Cunqueiro, que estaba en Vigo; de Risco, que estaba en Ourense; de Pla, que estaba en el Ampurdán; de Azorín, que vivía en su casa. Pero, en cierto modo, Madrid sí es importante. No importante en el sentido de que pasan muchas cosas, porque a mí no me sucede nada, pero sí importante porque pasa mucha vida. No cosas, sino vida. Está el Museo, el Ra stro... Es una ciudad en la que no te conocen, y puedes ir más o menos anónimamente a todas partes. Pero hoy, en el que ya hay tantos medios, tanto internet, tanta comunicación, cualquier persona, desde cualquier sitio, puede hacerlo todo. El problema de la provincia es que acaba siendo autocomplaciente. La vida termina siendo benigna, y la gente se acaba conformando.
¿Se busca en internet? ¿Visita foros? ¿Frecuenta blogs?
—No. No veo blogs, ni acudo a foros. Pero en cambio estoy todo el rato conectado a internet. Con los periódicos por un lado pero sobre todo con el diccionario de la Real Academia, que es muy cómodo. Y busco libros: básicamente uso internet para buscar libros viejos.
¿Cuándo y por qué escribe la primera línea de sus diarios? [En 2008 se publicó el tomo 15 de ‘Salón de Pasos Perdidos’, titulado ‘La manía’. La obra (‘Novela en marcha’, según el epígrafe) echó a andar en 1990].
—En realidad yo no quería escribir un diario. Pensaba que mi vida era insignificante. Lo que yo quería escribir era una novela. Quería poner en danza toda la vida alrededor de una idea en común que fuese desarrollable. Y una novela no es fácil. No está al alcance de todo el mundo. Yo además no tengo mentalidad de novelista: soy poeta. Estoy constituido como poeta, no como novelista, y eso no quiere decir nada, porque todo el mundo que tiene que ser escritor tiene que ser poeta, aunque luego no escriba un verso. Entonces: yo no quería hacer un diario, y sí una novela, y las novelas se me resistían. Pero pensé que las novelas estaban hechas con vida. Así que aunque no sabía hacer una novela, sí tenía una vida, y a poco que supiese contar mi vida tendría una novela. Y siguiendo la norma de Cervantes, a poco que fuera sintiendo las cosas, mal se me tenía que dar para no poder escribir algo.
Y empezó a hacerlo.
—El proyecto se llamó desde el primer momento ‘Salón de Pasos Perdidos’, pero no ‘una novela en marcha’. El epígrafe lo puse después, en el tercer o cuarto tomo. Unas cosas fueron trayendo a otras, y la vida realmente no hay más que dejarla vivir. Lo que hago es una cosa que está al alcance de todo el mundo. Yo no le encuentro demasiado mérito, ni a mi vida ni a mis diarios, que son lo más natural posible. También vi que la mayor parte de los diarios que yo conozco eran unos diarios un tanto parciales, y eso a mí no me gustaba. Leía unos diarios demasiado intelectuales, por ejemplo, o unos diarios demasiado banales, que sólo se ocupaban del desecho social. Otros eran puramente líricos, otros puramente literarios. A mí me parecía que todos ellos no representaban lo que es la vida de un hombre, ni siquiera porcentualmente. La vida de un hombre, como es la mía, pues está en un 90% en casa, con los suyos. Eso es lo que yo intento hacer. Y que los diarios respeten un poco el curso natural de mi vida: y si viajo, pues viajo, o si estoy con mis amigos, o mis manías, mis lecturas.
Dijo usted en alguna ocasión que la obra era un “lastre”.
—Tengo una relación rara con los diarios. Pienso que es el destino que me ha tocado. La escritura es un poco peculiar. Lo escribo día a día, y cuando lo retomo lo reescribo. De esas 200 primeras páginas elimino casi cien, y las otras cien, en un período breve de cuatro o cinco meses, terminan siendo ochocientas. Es un disparate, y por eso a mí me vuelve un poco loco. Al mismo tiempo llevar esos diarios queriendo escribir las novelas, los poemas, los artículos, las conferencias y eso, pues no deja de volverme un poco loco. En el prólogo del último tomo quizás me sale el autorretrato más real que yo hago. Me comparo con uno de esos chinos que salen en el circo bailando platos: bailan uno, bailan otro, y a medida que bailan más tienen que acudir a unos y a otros para que esos platos no se caigan. Sigue él poniendo en danza unos, y vuelve a los antiguos. Y en fin, no es que sea un lastre, pero a veces reniego, porque acabo tan extenuado. Creo de todos modos que el diario te da cosas que si no las cuidas las hubieras perdido: es una responsabilidad moral que tengo con la vida. Una forma de devolverle a la vida lo que a mí me ha dado. Y alguien quizá dentro de muchos años encuentre aquí un poco de vida verdadera, y de esta manera haga más verdadera la suya.
Hace poco Javier Marías hizo una reflexión, en su discurso de ingreso a la Academia, en el que venía a decir que nada puede ser contado sin faltar a la verdad. Pienso ahora en su vida verdadera.
—Hay muchas cosas que pueden ser muy falsas. La literatura mala, por ejemplo: la literatura mala cuenta mentiras, y hay malos incluso en la Academia. Eso es una bobada. Con verdad puede hablar el que tiene la verdad, y hay muchas cosas que no cuentan con verdad. ¿Por qué? Porque se enfatúan, porque tienen una idea equivocada de sí mismo y de la realidad, y todo lo que cuentan está alejadísimo de la verdad. No quiero citar nombres, pero hay algunos escritores que cuando leo lo que escriben estoy absolutamente enfrente de ellos. Ahí no hay verdad, no hay vida, no hay nada: eso está muerto.
No va a muchos actos sociales.
—¡Los justos! Pero no, no quiero pasar por una persona huraña. No voy a muchos porque escribo mucho, pero no quiero dar la imagen de alguien misantrópico... Me disgusta un poco la pose de algunos escritores que consideran que es más artístico, más elegante, pasar por misántropo que pasar por social. Cuando veo a Baroja, que se representa paseando solo, con las manos atrás, mirando al suelo..., pero era un hombre que tenía todos los días una tertulia en casa. Yo estoy solo mucho tiempo, pero también me gusta, me encanta la gente. Básicamente me gusta hablar con la gente. La lástima es que no puedo estar todo el día con la gente. El momento más feliz de la semana para mí es el de ir al Rastro, todos los domingos, porque suele ser el único día de la semana que salgo de casa, y para mí es una verdadera fiesta. Y a los actos, pues hay algunos que voy. El de ayer [por el martes] era un acto social. Y a algunos de mis mejores amigos los he encontrado en un acto de estas características. En Pontevedra he conocido a dos personas estupendas que no conocía, como Alfredo Conde y Santiago Lamas. Sin esta visita, los hubiera perdido.
Está en contra del disimulo, del fingimiento.
—No me gustan las dobles morales. Muchas veces ironizo con esas personas que quieren parecerse a Humprey Bogart en la pantalla, pero luego quieren llevarse a la Lauren Bacall real a la playa de Malibú real. Quieren ser unos fracasados en la pantalla y unos grandes triunfadores en la vida. Gente que ha mitificado tanto el fracaso en la literatura pero luego quieren vivir como rajás en la vida real, y recibir premios y estar en todas. Gente que dignifica el fracaso literariamente, pero que piensan obtener con el fracaso grandes éxitos. Eso no es así. En ese aspecto la lección de Cervantes es mucho más natural: “cuando perdiz, perdiz; cuando sardina, sardina”.
Tiene fama de muy buen observador. Los cala, que se dice.
—A la gente se la conoce tratándola. Ayer mismo, cuando terminó el acto de Caixanova se acercó a mí una persona (yo estaba con Alfredo Conde, presidente del jurado, y Santiago Lamas, el otro ganador) y esta persona me dio una tarjeta, me dijo que era el director de una casa-museo de un escritor gallego, me felicitó por el artículo, me invitó a la casa para cuando yo quisiera, me echó unos grandes jabones..., y se fue. Me quedé estancadísimo, porque al otro ganador, que estaba conmigo, ni siquiera lo felicitó, y es gallego, y Conde también es gallego, o sea que ahí había algo... Se veía que era un grosero. Para conocer a personas así hace falta medio minuto. Me violentó muchísimo, porque me metió dentro de una guerra que yo no conocía de nada... El escritor tiene que estar siempre muy atento a lo que sucede.
¿Sus diarios le han dado muchos enemigos o ya los traía incorporados?
—No. Yo soy una persona sumamente cordial, y tengo muchísimos amigos, algunos de los cuales me los han dado precisamente los diarios. Y los enemigos eran previos. Nunca he atacado a nadie si antes no me he sentido atacado. Realmente el diario es un lugar de defensa y no un lugar de ataque. Es un lugar de supervivencia. Lo que ocurre es que los ataques son más vistosos, despiertan más morbo, porque en el diario ese tipo de páginas es ínfimo. En el último, que es casi de ochocientas páginas, las entendidas como ataques no llegan ni a las cuarenta. Lo que resulta llamativo de unos diarios de esta naturaleza es la libertad que tomo para hablar según de qué personas. En ese aspecto son, con toda la modestia, más quijotescos que cervantinos. Hay otra característica de esta obra: basta que uno diga “X es idiota” [Trapiello utiliza iniciales, o simples X, para designar identidades en sus diarios] para que haya veinte que se postulen. O sea que es más idiota de lo que se pensaba, y más vanidoso. Cuando he hablado mal de alguien, siempre ha sido cuando ese alguien es tanto o más poderoso que yo. Procuro además no meterme con la gente: ocurre que ellos mismos se definen. Yo no ataco, ni hago ajustes de cuentas. Pongo mi ojo al lado de alguien y el lector es el que saca consecuencias, pero yo no juzgo a nadie. En ese aspecto soy un poco ‘divino’: dejo que mis ojos vean y que el lector juzgue. Quizás eso irrita mucho más al que se siente aludido, porque se siente más objetivamente aludido. Piensa: ‘no es que me tenga manía; es que me va a tener manía el lector’. Si fuera un ataque personal, la gente lo distinguiría perfectamente. Pero el problema no es ése, el problema es que el lector, cuando lee eso, se hace una composición de lugar, y entonces toma sus propias conclusiones. Eso irrita más, cierto.