Paraguas

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Para disimular el profundo malestar que me provocan los interminables días de frío y lluvia de Galicia, antes de comenzar a caminar entre esa epidemia de paraguas que invade las aceras, siempre me conecto los auriculares del iPod y comienzo a escuchar canciones que resultan ajenas de un clima con tan mala hostia. Me encanta ir enumerando las caras malhumoradas o las miradas heridas de muerte por madrugones mientras exhibo una sonrisilla de alfeñique y pongo a todo volumen ‘Burguesinha’ de Seu Jorge o un solo de congas de Ray Barretto. Admito que mi relación de amor-odio con la ciudad tiene más que ver conmigo que con factores intrínsecos de la tierra, pero hay dos cosas que no consigo perdonarle a Pontevedra: el clima marcando el ritmo de la rutina como un bucle de Escher y la mojigatería hipócrita impresa en el comportamiento, los ojos y la perpetua timidez de la gente (como me dijo una amiga, «ojalá fuese hipócrita esa mojigatería»). Esta ciudad siempre ha sido de apariencia, grupúsculos, repetición y muy poquito horizonte. A la espera de algún rayito de sol, la música me permite regresar a otros momentos en los que la libertad marcaba mi ritmo, me contagiaba de la energía de Río de Janeiro, vendía artesanías en Santa Cruz de la Sierra, dormía la siesta en los parques de Guayaquil y me perdía contando las sonrisas de Medellín.

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