Pero aféitate, mamarracho

ERA HERMOSO hacer las cosas sin ninguna razón, al tuntún, porque sí, porque estabas pensando en otra cosa, o tal vez en nada. Hay gente que todavía puede decir que dejó de fumar porque era domingo, estaba en casa descalzo y fuera llovía y el día anterior le habían robado el paraguas en la peluquería, y le producía una pereza barroca salir a comprar cigarrillos bajo el aguacero, así que sin valorar si sería bueno para su salud, se alejó del tabaco para toda la vida, entre bostezos, sin un porqué.

Ahora nuestras acciones transparentan casi siempre una compleja cadena de porqués. Todo es mensaje. No puedes vestir una camiseta sin que esa camiseta signifique algo que sirve para reafirmar tu identidad. Ni puedes ir a un bar sin sugerir que estás ahí porque ahí están los tuyos, y sois como sois. Ni siquiera puedes beber espontáneamente, con la cabeza hueca, y por eso reclamas a tu camarero «lo de siempre», como si hubiese una bebida especial para cada uno, y no todas.

Si teníamos alguna esperanza en que el mundo no tuviese un sentido, empecemos a perderla. La falta de sentido cayó en un lento desprestigio, como el bicarbonato. Nos pasamos la vida perdiendo cosas, diciéndole adiós con la mano, dándonos un besito en la punta de los dedos para despedirnos de nuestra madre, del verano, de la belleza, del trabajo, de la estupidez juvenil… Hace algunos años, mientras estudiaba en la universidad, dejé de afeitarme durante un par de meses. Atravesaba una depresión profunda, consistente en beber a lo loco, drogarme y pasármelo de puta madre a todas horas. «Cada uno se entristece a su manera», es mi teoría.

Cuando llegó Navidad y me presenté en casa para saludar rápido a algunos familiares y regresar enseguida a mis tareas, mi madre me tomó por un brazo y me preguntó desconcertada: «¿Qué pasa, que ahora vas a dejarte barba como tu padre, mamarracho?». La observé extrañado. No sabía de qué me estaba hablando aquella señora. «¿Qué barba?, ¿que yo voy a dejarme barba?, ¿pero qué dices?», protesté con una desgana erizada, envuelta en abrigo de invierno. Me acerqué a un espejo, de pronto envuelto en dudas. La sorpresa fue mayúscula. No supe qué decir. En efecto, me había dejado crecer la barba sin darme cuenta, mientras prestaba atención a mi tristeza. Para atender a una cosa a veces hay que distraerse de otras. En cierto modo, distraerse es prestar atención a algo.

Me temo que ya nadie se deja la barba así, como resultado de ser medio idiota. En realidad, ahora la barba es el resultado de un acto de pensamiento masticado a lo largo del tiempo. No la llevas, la cuidas, la recortas o la atusas sin más. Tu barba implica que te gusta determinada música, consumes una clase específica de literatura, vistes de cierto modo, tienes tales y cuales amigos, vas a unos sitios y no a otros… Hoy una barba es un largo discurso dirigido a la sociedad, que se muestra divida entre los que creen que resultas interesante o los que consideran que eres un tipo cansino, esclavizado por una tendencia soporífera, snob y que por todo esto merecerías unas hostias, me cago en la puta.

El pelo es una manera de hablar. En tu forma de llevarlo -pongamos que la calvicie está erradicada- descansan codificadas tus ideas, o cuando menos tus gustos. Las ideas son caras. En cambio, una predilección social resulta accesible. Basta con calzar de determinada forma, abrochar cierto botón de la camisa, o incluso remitirse a un trago exclusivo y pretencioso, habitualmente más vacío de lo que nos imaginamos. Siempre me acuerdo de Kingsley Amis cuando me siento tentado a poner a uno de esos fulanos ornamentados en ridículo. En sus días de bebedor instruido, los sabios ya te aburrían con sus consejos sobre cómo maridar el vino. Amis recomienda con su audacia habitual, en Sobrebeber, que acompañes la comida con el vino que te plazca. «Aquella pareja del norte de Inglaterra sobre la que leí en cierta ocasión, que había acompañado el rodaballo a la plancha con una botella de pipermín, debería constituir una inspiración (aunque no un ejemplo a seguir a rajatabla) para todos nosotros».

Nunca despreciemos una barba o un peinado con el argumento de que solo es pelo, y en según que casos incluso hirsuto o apelmazado. El pelo ya está a la altura de las grandes creaciones del ser humano. Es pura filosofía. Hasta Keith Richards lo vio clarísimo en su día: «El pelo es una de esas insignificancias en las que nadie piensa, pero que cambian culturas enteras». Yo estoy dispuesto a coincidir con este señor. Tiene buenos camellos. Cuando no posees referentes claros, como me ocurre a mí esta temporada, estoy dispuesto a dar por bueno todo lo que diga un espantajo como Richards.

Comentarios