¿Matar a Monna Lisa?

"Y Heym despliega en sus cuentos toda la brutalidad vesánica del mundo moderno desquiciado y desarraigado"

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ESTABA EN BERLÍN en 1990, celebrando la caída del Muro. Estaba en una cafetería junto al río Havel, tomándome algo. Recordé cuando Kleist y una mujer se suicidaron juntos allí, desesperados del mundo. Recordé que Georg Heym en 1912 estaba patinando por allí con un amigo, el hielo se rompió y se hundieron en el agua. Antes había escrito unos poemas escalofriantes y unos cuentos que pretendían sacudir a la época.

El expresionismo fue un movimiento de espiritualismo rebelde y de humanismo trágico en las letras y las artes. Ya a principios del siglo XX se veía la deshumanización del mundo solo técnico, el absurdo de la sola razón. Se quería ya acallar al hombre, machacarlo a base de máquinas, y el hombre reaccionó expresándose con pasión e intensidad. Se volvió a lo primitivo, a lo que no era sofisticado, a la vitalidad originaria, al espíritu. Porque el mundo moderno creado por el hombre había arrinconado al hombre. Se crearon las ciudades para albergar a los seres libres pero acabaron esclavizándolos. 

Se inventaron máquinas para ayudar a los hombres pero al final ya no importaron los hombres sino las máquinas por sí mismas. Se redactaron leyes para que los hombres vivieran mejor y no lo consiguieran todo por la fuerza pero al final ya no importó el hombre y solo la ley por sí misma (Un abogado decía en un periódico hace poco: la ley está por encima de las consideraciones humanas. Y un funcionario del estado: Tener una enfermedad terminal no inhabilita para trabajar). Este es el aspecto que privilegia Kafka, con sus personajes abrumados por el complejo de culpa, sus acusados a los que nadie escucha, sus empleados a los que la administración no respeta.

La Revolución Francesa se rebeló contra el antiguo régimen para liberar a los hombres pero acabó en violencia gratuita y en masas como máquinas de matar. Se intentó llegar más rápido de una ciudad a otra pero después solo importa la rapidez misma y dan igual las ciudades.

Georg Heym se dio cuenta de todo esto de manera fulgurante antes de hundirse en el agua helada. En el cuento El ladrón, incluido en el libro del mismo nombre que apareció hace poco en castellano, un tipo dice que hay que robar la Gioconda y destruirla porque representa todo lo femenino y su dominación sobre el mundo. Por esas fechas el gilipollas de Otto Weininger en Sexo y carácter decía que las mujeres no tienen alma y solo son animales. Hay que racionalizarlo todo, eliminar la ambigüedad de la mirada de Monna Lisa, que nadie sabe qué significa, esos fondos misteriosos en los que se esconde, esa negativa a decir si está triste o está dulce. Tenemos que aplastar toda ambigüedad y toda contradicción con la razón y el acero.

Y Heym despliega en sus cuentos toda la brutalidad vesánica del mundo moderno desquiciado y desarraigado. Un loco se escapa del manicomio y se dedica a matar niños aplastándoles los cráneos unos contra otros. Un muerto suelta un monólogo interior mientras le hacen la autopsia como si ese conjunto de vísceras asociadas mecánicamente pudiesen condensar el secreto de lo humano. Pero él sabe que es algo más y sueña con estrellas y con los perfumes del verano. Las masas desatadas de la Revolución Francesa, dirigidas por un apóstol de la rabia, se dirigen fanáticamente a Versalles a liquidar a la reina como si eso lo resolviese todo. Un enfermo con las piernas amputadas pasa tres días solo en el hospital sin que nadie acuda a verlo, en medio de huesos podridos, sarcomas que comen la nariz, intestinos purulentos. Los tripulantes de un barco recalan en una isla y sucumben a la peste mientras el barco se marcha solo. Es toda la violencia de la modernidad desquiciada o de un universo maligno como el de Kleist en el que los hombres se sienten solos y abandonados. Y Heym nos lo dice sin medias tintas gritando de forma desesperada.

Heym publicó un libro de poemas muy poco antes de morir El día eterno. En él denuncia ese día asfixiante, ese día del que no hay escapatoria, ni siquiera los alivios del tiempo. Los demonios recorren las noches de las ciudades, negras por el humo y el hollín, y las desvirtúan, hacen que los niños salgan sin cabeza desgarrando las entrañas de sus madres. Aplastan con sus pies las plazas y las torres en medio de la lluvia ácida y tocan flautas de barbarie. Hunden sus manos en hombres despersonalizados como enjambres y turbios como el fango.

El poema El dios de la ciudad es el más famoso. El dios Baal mira con su gran barriga a las ciudades que se humillan ante él, las multitudes anónimas emiten una música rabiosa en su honor, las tempestades como buitres salen de su cabellera colérica, levanta en la oscuridad su puño de carnicero, mira a los hombres como solo carne masificada y los traga. Los hombres angustiados desaparecen en las fauces de ese dios despiadado de la técnica que solo se mira a sí misma y no distingue la pasión subjetiva de los hombres, su espíritu acorralado.

En Las ciudades hay rostros asustados de ojos redondos como los de los cuadros de Munch y sobre ellos cae una carcajada infernal. Seres con abrigos amarillos llevan nuestras cabezas cubiertas de sangre. Los humanos huyen con miedo pero un río de productos químicos les impide el paso.

Georg Heym es un profeta como Georg Trakl, pero más relampagueante y más rápido. Tenía que soltar con más furia sus admoniciones –en Trakl hay un fondo de silencio y de mitos intemporales–, quizá porque sabía que iba a morir pronto. En su Diario declara que quería hacerse famoso enseguida y que lo escucharan, cuando asistía al Cabaret Neopatético de Berlín.

Por esas fechas escribe un poema sobre Robespierre en que este adalid de la modernidad deshumanizada se convierte ante el cadalso en una máscara inexpresiva, la máquina rígida que fue siempre, y las masas embrutecidas disfrutan con su muerte como disfrutaron con las que él ordenó. 

Yo miraba el agua del Havel en el año noventa y pensaba. Heym sabía que era peligroso patinar sobre el Havel, tal vez quiso voluntariamente hundirse en el agua y confundirse en ella para siempre. Como hizo la Ofelia de otro poema suyo, que se confunde con la naturaleza desmesuradamente: las ratas de agua anidan en su pelo, las anguilas reposan entre sus pechos, el sol del anochecer se mete en su cabeza, y ella sueña con abrazos rojos. Tal vez Heym desconfiaba del ruido y la furia que se avecinaban.

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