Verbos y adjetivos en un texto a propósito de Ingres

A finales del próximo mes de marzo se clausurará en el Museo del Prado la exposición dedicada a Jean Auguste Dominique Ingres, quien afirmó que "los artistas que faltan al respeto a la naturaleza le dan a su madre un puntapié en el vientre"

LA INFUSIÓN SE ha dormido en la taza de tanto esperarme. Me he quedado absorto pensando que quizá la exposición de Ingres se canse también de esperarme, aunque sabe bien que no voy a ir. Me asustan las pinacotecas atestadas, y los caballeros don Tiempo y don Dinero no me aconsejan un desplazamiento corpóreo, aunque sería muy saludable superar esos inconvenientes. Siempre me ha atraído la obra pictórica de Ingres, pero nunca me había preocupado por indagar sus posibles mimbres teóricos hasta que cayó en mis manos el libro ‘Ingres. Perpetuar la belleza’ (Casimiro, 2015).

Mi escaso conocimiento del ideario del francés lo suplía con la simple y gozosa admiración de su estética. A pesar de sus temas, sus cuadros me parecían —y me parecen— modernos, sofisticados e intemporales. Leí casi de un tirón la citada obra, en la que se recopilan los escritos del pintor, y me topé con la sorpresa de una concepción ultraconservadora. Siguiendo al pie de la letra las máximas de Dioniso de Halicarnaso que recogí en otro artículo publicado en este suplemento, Ingres proclamó que "Homero es el principio y el modelo de toda belleza, tanto en las artes como en las letras"; consagró su vida a la imitación de los clásicos y de Rafael; arremetió contra Voltaire; maldijo a Byron y a Goethe y propuso, por citar dos ejemplos, retirar algunos cuadros del Louvre y que no se pintase sobre ciertos temas. No, no era un adalid de la libertad precisamente. Por ello no puedo estar más en desacuerdo con sus planteamientos. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra que encumbra la mediocridad y acoge con fervor inusitado las modas más ridículas, su rendición incondicional ante la belleza, la antigüedad y la naturaleza me resultan hoy, cuando menos, razonables.


También se refugió Giorgio de Chirico en la imitación de los antiguos maestros —aunque con una actitud más nostálgica y paródica—, años después de haber dejado su marchamo en las incipientes vanguardias de principios del siglo XX. Aquel inesperado viaje al pasado, aquella forma de abjurar de sí mismo, desconcertó a la crítica y a sus amigos surrealistas, quienes glorificaban, en cambio, la producción de su etapa metafísica. La lectura de ‘La metafísica esclarecida’ (Visor, 1990), de Maurizio Calvesi, es la mejor recomendación que puedo hacer a quien quiera desentrañar las claves de un visionario que reculó cuando el mundo le exigía repetirse una y otra vez. En su última etapa el italiano volvió a su estilo metafísico, pero tuvo la revoltosa idea de fechar sus cuadros como si hubiesen sido pintados en su primera época, poniendo así en solfa la paciencia de críticos y galeristas, más afanados quizá en la cotización de un mito que en el valor pictórico real de los cuadros.


Una trayectoria similar fue la que trazó Igor Stravinski, mundialmente reconocido por haber provocado un hiato irreparable en la sensibilidad musical europea con su estreno de ‘La consagración de la primavera’, pero luego entregado en cuerpo y alma a la recuperación de las formas clásicas. En vano se lamentaba de que se le hubiese hecho revolucionario a su pesar. A muchos les resultará sorprendente la lectura de su ‘Poética musical’ (Acantilado, 2006), que recoge una serie de conferencias impartidas por el compositor en la Universidad de Harvard en la década de los cuarenta. Recuerdo especialmente de ella sus elogios a Tchaikovsky, grandioso pero nunca transgresor, y su acérrima defensa de la melodía como principio rector de la música: "Lo único que sobrevive a todos los cambios de régimen es la melodía". La música contemporánea discurría ya por derroteros muy distintos cuando hizo esta afirmación.


Reflexionando al hilo de los escritos que algunos creadores dejaron sobre su obra, me atrevería a afirmar que quizá todas las personas que nos dedicamos de algún u otro modo —y con mayor o menor acierto— a ensalzar la cultura, emboscamos un impulso dictatorial, una inclinación elitista a imponer una visión particular que, en última instancia, revela nuestro miedo a la muerte. Queremos reinventar el mundo con la urgencia de que cambie antes de nuestra desaparición y, como Ingres, deseamos «vivir en la memoria de los hombres» después de muertos. Por ello siento pudor por todo cuanto escribo, por pernicioso y contaminante. Les ruego, por tanto, que no me tengan en cuenta.

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