Rajoy y el amor

Nos contó la prensa de toda España el cierre del Universo. “Echa el cierre el pub donde Rajoy se enamoró”, tituló el ABC. “Ni Rajoy ha podido evitar el cierre del legendario pub donde se enamoró de su mujer”, decía Periodista Digital, como sugiriendo que Rajoy lo intentó con todas sus fuerzas, pero ya no es capaz ni de mantener abierto un bar. Acababa el artículo así: “Sus paredes susurran recuerdos”. Pues ya podían haberlos susurrado antes.

Los pontevedreses nos enteramos tarde. Esas cosas se avisan. Nuestra relación con el Universo hubiera sido diferente. Usted mismo, por ejemplo, se ha pasado los últimos 27 años tomando alegremente copas con sus amigos sin meterse con nadie, y ahora tiene que enterarse de que en cualquier momento pudo entrar Rajoy en el Universo y enamorarse de usted. Todos en Pontevedra hemos estado expuestos a que Rajoy se enamorara de nosotros sin nuestro conocimiento y cualquiera pudo despertar un buen día desayunando en La Moncloa con el marido de la embajadora noruega, como le habrá pasado a Viri.

El local duró tanto tiempo abierto por dos motivos: el primero, que nadie sabía lo de Rajoy, salvo quizás su círculo más próximo. Uno no va por la vida preguntándose dónde se enamoró Rajoy, no sé por qué; y el segundo, que lo llevaba Rafa Trigo, tan histórico de la noche pontevedresa como que fue uno de los fundadores de La Cabaña. A La Cabaña puede ir uno con la certeza de que Rajoy no entrará allí a enamorarse de nadie. Sostengo que cuando Viri se enfada con Rajoy, se lo dice: “Mariano, a veces me arrepiento de haber ido aquella noche al Universo. Si hubiera entrado en La Cabaña no tendría que estar ahora soportando tus ronquidos. Porque tú roncas, Mariano, tú roncas”. Si algún día Rajoy pisó La Cabaña, nunca lo contará. A La Cabaña no iba uno a enamorarse. Más bien todo lo contrario. Uno iba allí a partirse el corazón a lo grande, entre sesiones de jazz y en compañía de otros que estaban allí por lo mismo, y más de una vez bajó usted esas escaleras a trompicones y las subió a gatas. Y sus hijos también. Y puede que sus nietos, porque el local abrió en 1980, mientras gobernaba Suárez y alguien asesinaba a los marqueses de Urquijo, también en compañía de otros.

La Cabaña sigue exactamente igual. La misma decoración, la misma música, jazz y blues, las mismas mesas con las mismas tertulias. Ni siquiera los móviles tienen cobertura, por lo que protegerse allí siempre es un regreso triunfal a un pasado desconectado de un exterior que sigue siendo tan turbio hoy como entonces.

“Era como entrar nun purgatorio cultural”, escribió un día Antón Roel sobre La Cabaña. Era exactamente así. Entrar allí era meterse en un mundo nunca antes conocido y que tenía algo de prohibido. En las mesas de La Cabaña se recuperaban a marchas forzadas la poesía y la literatura que habían estado censuradas, y era ahí donde las conversaciones sobre política, que se desenvolvían entre alardes de amargura y esperanzas escépticas, podían sostenerse en voz alta. Era el lugar para el vagabundeo espiritual e intelectual de la ciudad, de ahí que Rajoy nunca lo eligiera para encontrar el amor.

“La Cabaña es esto”. Lo dice José Alonso, otro de los fundadores y actual propietario, y señala sus miles de vinilos. No estoy del todo de acuerdo con él. La Cabaña es mucho más que sus vinilos. Los vinilos son la prueba de la perseverancia de propietarios y clientes y deben seguir escuchándose mil años más. Hoy ponen a los vinilos a pelear contra un aparato que mide decibelios, esa epidemia que sufren ahora decenas de locales de copas en Pontevedra. Alonso guarda recortes de prensa desde los primeros tiempos, de cuando ellos traían el jazz a Pontevedra y ya prestaban su local a cualquiera que tuviera algo que mostrar. Eran épocas en las que la cultura no se medía en decibelios, un corto espacio de tiempo en que fue de las personas, antes de ser retomada por las instituciones. La cultura se nos presentaba en locales como éste, sin envoltorios, sin artificios y sin patrocinios.

Le digo a José Alonso que Rajoy nunca entró en La Cabaña. “¡Rajoy no! El que vino fue John Mayall. Se sentó en esa mesa de ahí. Estuvo toda la noche escuchando jazz”.

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