RÓMPELO

Romper es uno de los gestos más tremendos y hermosos que puede acometer el ser humano en estos tiempos, y en cualquier tiempo. La rotura ejerce un efecto inmediato, habitualmente reparador, sobre los nervios de las personas. Da igual qué clase de rotura. Aunque solo sea hacer una bola con el folio en el que estás escribiendo una nota de suicidio porque no consigues esa frase rotunda y conmovedora con la que dejar claras tus intenciones. Tal vez no sirva de nada romper, en el sentido que no es útil y a menudo cuesta dinero, ya que después hay que reponer el quebranto. Pero por lo pronto, en los primeros segundos, te deja a gusto, etéreo, casi somnoliento. Eso no tiene precio, como los intangibles.

El lunes necesité coser un botón, y después de cinco minutos tratando de enhebrar la aguja sin resultados palpables, me frustré tanto que no tuve más salida que coger el costurero y lanzarlo por la ventana. Fue inútil y estúpido, aunque acertado. El alivio resultó instantáneo, equivalente a pasar del calor del desierto al fondo azul de la piscina, en pelotas. Ni que decir tiene que unos minutos después me estaba preguntando qué demonios había hecho. El costurero ni siquiera era mío. Me tranquilizó pensar de nuevo en la aguja, y cómo la muy hija de perra, con perdón, le cerraba el paso al hilo, solo por el gusto de hacerse la interesante. No soporto cuando alguien, aunque sea una aguja de coser, se hace de rogar.

Hay días que ni siquiera destrozas los objetos queridos por frustración. Rompes porque te produce risa y eres idiota de remate. ¿Quién no vivió esa etapa efervescente? Recuerdo que en mi mejor lanzamiento, tratando de destruir una de esas farolas que no alumbran, solo conseguí que la piedra se desviase e hiciese pedazos el parabrisas de un Citroën Picasso nuevecito, de estrena, con tan mala suerte, según supe unos días después, que el vehículo era de mi tío. No voy a decir que me quedé con buen cuerpo al saberlo, pero tampoco malo. La familia lo admite todo.

Mi puntería con los pies no era mejor que arrojando piedras, defecto que en la adolescencia aproveché para seguir rompiendo objetos a cargo del fútbol. En compañía de Mariano Utrera desemboqué en una práctica oscura y feliz como romper macetas con el balón. Su tenue e indecible toque con la pierna izquierda lo hacía invencible. Yo era un patán, pero fue hermoso, después de tocar de puntera, toscamente, romper la vidriera de la iglesia durante un funeral.

En la maniobra de quebrar algo en dos, incluso en mil, si es que hablamos de ese jarrón que nuestra tía Sabela nos regaló un día, y que hace daño a la vista, anida una leve idea de libertad. Acaso una libertad íntima, o doméstica, pero libertad. Una de mis fantasías preferidas es llegar a casa a media tarde, mirar a un lado y a otro, en mitad del salón, y desalojar el escritorio de un manotazo, lanzando al suelo el ciento de cosas que lo llenan, como en ‘Nueva semanas y media’, cuando Mickey Rourke libera una mesa furiosamente para hacer el amor con Kim Basinger sobre ella.

Nunca vi a nadie romper cosas para asosegar el ánimo atribulado, y un poco por placer seco, como a Carmine Galante. Lo cuenta Íñigo Domínguez en ‘Crónicas de la mafia’. En los años setenta, Galante acabó de cumplir condena y abandonó la cárcel con ganas de recuperar el tiempo perdido. No era un don nadie deseoso de hacer méritos de prisa y corriendo. Tenía una trayectoria respetable. Respetable -a ver si nos entendemos- en calidad de mafioso, no de miembro de la comunidad bienhechora. En 1957 había participado en la célebre cumbre del hotel Delle Palme de Palermo, cuando capos sicilianos e italoamericanos establecieron acuerdos estratégicos para impulsar el narcotráfico. Apenas salió de prisión se apresuró a saldar algunas cuentas que lo carcomían. La primera, con su archienemigo Frank Costello. Le tenía tantas ganas, que saber que había muerto mientras él estaba entre rejas, no hizo sino enfurecerlo y frustrarlo más. Ya que no podía matarlo «al menos se dio el gusto de poner una bomba en su mausoleo. Volando la tumba se desquitó un poco». Fue su manera de rematarlo.

En algunas organizaciones los gestos son muy importantes. La mafia, en cierto modo, es solo una sucesión de gestos, generalmente atroces. Eso quiere decir que acabar con alguien, a secas, puede no ser suficiente. No quieres que te ocurra como a Sony Red, al que acabaron por encontrar en un solar porque estaba enterrado a poca profundidad. Alguien no se había tomado la molestia de cavar un buen hoyo, y con el rigor mortis le asomó un brazo del suelo con un Cartier en la muñeca que marcaba perfectamente la hora.

Con el rigor mortis le asomó un brazo del suelo con un Cartier en la muñeca que marcaba la hora

No soporto cuando alguien, aunque sea una simple aguja de coser, se hace de rogar

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